segunda-feira, 16 de março de 2009

sonría ha llegado a bahía

alfredohervias@gmail.com


Non abominaberis Idumeum quia frater tuus est nec Aegyptium quia advena fuisti in terra eius.
No abominarás al edomita, pues tu hermano es; ni abominarás al egipcio pues extranjero fuiste en su tierra. (Dt 23,7)



“Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas”(El Zahir, Jorge Luis Borges)


Y porque estaba harto de un mundo sin la dignidad del misterio.


01. Un pequeño alienígena

“I’m an alien, I’m a little alien, I’m an english man in New York”, popularizó Sting en una canción que parecía escrita para alguien que conozco bien, otro pequeño alienígena emocional.
Nació con una extraña vocación: vivir. Pero nunca le enseñaron cómo, al contrario. Le incitaron a que disfrazara el mundo de los sentimientos desde pequeño. Ese mecanismo le llevó a un atasco emocional del que no fue del todo consciente.
Que un padre sienta celos de su hijo por no haberse casado con una mujer, sino con una madre, considerando usurpado su papel por una especie de chimpancé que nació contrariando el fraudulento control de natalidad del tal Ojino, eso sí con la bendición de la iglesia, es una putada.

Aprendí a amar
seres invisibles
el día que murió mi madre,
cuando mi padre sugirió
silenciar ese nombre,
retirar fotografías,
olvidar aquel perfume.
Algunas lágrimas
me permiten vislumbrar la realidad
la misma que resisto respirar
la misma que me ha embalado
en nostalgia y pequeños abalorios.
Tantos
que no consigo, todavía no
pronunciar un sonido
tan simple
como aire

Decidí instalarme en Portugal porque solventaba dos cosas fundamentales: establecer distancia con mi padre e integrarme en la naturaleza. Me percaté desde el primer instante del amparo de los elementos: fuego, agua, aire y tierra. Los identifiqué en la playa de Adraga, no siendo casual la decisión de erradicarme en el acantilado al lado del faro del Cabo da Roca, el punto más occidental del continente europeo.
Fui compensando carencias con afectos que reproducían códigos de funcionamiento “amorosos” paternos. Eso, junto con el sentimiento de culpa inculcado por el catolicismo que me generaba conflicto ante cualquier manifestación de felicidad, en especial física o sexual, dando como bienvenida todo tipo de desgracia y contrariedad, estimulante identificación con Jesús crucificado, contribuyó a aumentar mi desconcierto.
Me consolé después coleccionando cosas bonitas, objetos que me sintonizasen con la belleza y potenciasen un bienestar que anhelaba más fuera que dentro de mi.
Llegué a un callejón sin salida. No entendía quien era ni por qué aceptaba ser tan maltratado no ámbito emocional, en la intimidad. ¿De dónde surgía ese conformismo con la infelicidad.
En mi primer viaje a Brasil, en el año 2000, una noche en que la dosis de mi propia ignorancia superó lo dignamente aceptable, imploré apoyo como pude y lo supe en aquel momento. De ahí este poema:

Pedí ayuda a lo infinito
después de años de jugar al escondite.
Perdido en un tortuoso laberinto,
ilusorio protector,
quería al fin encontrarme
sin imaginar remotamente cual era el sendero.
Mi compromiso fue aceptar
aceptar torero el embiste de mi alma.
Asustado hasta el límite,
consciente de la arrogancia,
supliqué una señal
y una estrella fugaz cruzó el cielo cintilante de Pipa,
espejo de un mar de sirenas, neptunos y delfines.
Mi último salvavidas eras tú,
mi amor,
atenazada por pánicos ancestrales.
Me aferré a ti para no entrar en el remolino
de mi propio infierno.
Pero Dios estaba contigo,
como siempre,
protegiéndote de la conciencia
e insensibilizándote al intransmisible dolor,
espejo de mi alma.
No conseguí aguantar la mirada
y te solté partiéndome en pedazos.
Yo cumplí mi parte
en el avión de regreso a casa
y me morí.
El Ser Supremo, consecuente,
me dio la oportunidad de nacer de nuevo
en un parto de sufrimiento insoportable
rescatador de luz y de esperanza.

A partir de mi separación y posterior divorcio cerré un episodio, sin saber cuál sería el siguiente. Tenía claro una cosa, no merecía tanto maltrato y quería ser feliz.
Portugal comenzó a dejar de tener sentido. Durante años me resultó confortable esa aflicción asumida como identidad nacional, esa ausencia de humor, ese considerar la tristeza como parte de nuestro fado y la alegría como algo de lo que convenía desconfiar.
Si tuviera la posibilidad de crear una agencia de cambio y bolsa que invirtiera en un supuesto mercado de valores emocional, sería millonario habiendo comprado españoles por su valor real para venderles por lo que los mismos considerasen su cotización de mercado. Con los beneficios forzaría opas para atesorar el mayor número posible de acciones de autoestima portuguesa, para canjearlas por su precio efectivo. Sería mejor negocio que ZARA.
Esa expresión lusa, tan común: “você não sabe com quem está falando!”, “você não sabe quem eu sou!”. Da risa. !Como si fuera así tan complicado de responder! Usted es un paleto, con una considerable crisis de identidad, cuyo diagnóstico de gravedad sólo se puede emitir cuando se contrasta con la fantochada que pretende representar. Los efectos de eso en Portugal suelen ser tan mediocres como las referidas cuestiones. En el peor de los casos, pasa por trabas administrativas o experimentar en la cárcel de Caxias una poya más o menos gruesa. En Brasil hay menos palabreado inútil, aunque las consecuencias suelen resultar imprevisibles. Te pueden descerebrar de un tiro porque un crío esnifó cola de más, o de menos. O tan sólo quiso comprobar si su pistola estaba o no cargada. En esta fase me resulta más coherente asumir las implicaciones de la segunda opción. ¿Por qué?

La vida aquí
es desconcertante en su simplicidad.
Donde normalmente recibo tristeza
y argucias para camuflar la depresión
respiro viento de sonrisas.
Es fácil entregarse
la temperatura ayuda
la del aire
la del agua
la de la gente
alimentada del fuego
que funde los cielos
con la madre tierra.

Trancoso, a siete de diciembre, 2005

A partir de esta premisa decidí reformular mis objetivos, para permitirme algo tan básico como ser y amar, dispensando remordimientos por salirme de los códigos establecidos. Pero aprender y llevar el aprendizaje a la práctica suponen etapas diferentes, complicadas en mi caso por haber estado demasiado tiempo disperso de mi vocación emocional.
Me siento ahora un adolescente con estructura, seducido por el desafío de la mera existencia, en un país que no te ahorra nada y utiliza un abecedario más amplio, lo que permite componer palabras que jamás pensé podrían ser escuchadas antes.
Capote argumentaba que el deslumbramiento es una característica de la infancia, atenuada con la edad y que, algunas veces si la persona tiene la suerte de cara, encuentra puentes hasta esa infancia y los consigue atravesar.
Brasil es un mundo. Brasil vibra. Es difícil ser feliz en Brasil ante tanta injusticia a tu alrededor. Pero resulta también difícil ser infeliz ante tamaña manifestación de energía.
Ese cruzar de puentes lo comparto a través de mis textos. Consiguiendo que se lean se contribuye a mi emancipación y quien sabe a la de alguien más.



02. Please don’t go

Admito que mi capacidad para generar conversaciones banales es limitada. Por eso, me resulta tan penoso asistir a recepciones de embajadas, por más afinidad que sienta con el país en cuestión.
Una vez tomada la decisión de instalarme en Brasil, me pareció justo y necesario, mi deber y salvación, aceptar un convite diplomático para la presentación del último libro de Nelson Mota, en la residencia de los embajadores brasileños en Lisboa. Nunca se sabe por dónde va a saltar la liebre.
Transcurridas las dos primeras horas de buñuelitos de bacalao y futilidad, apareció en los jardines una figura de esas que pensamos que sólo existen de mentira. Pensé para mí: “Mujeres así no deben ser tan inusuales en Brasil, aunque me temo que quedarán algo fuera de mi alcance”. El hecho de asumir que ganar dinero no sería una de mis prioridades, me acercaba a la autenticidad emocional, alejándome en estadísticas de los estereotipos de amor y lujo.
Con extraña naturalidad encajé que esta Venus venida sabe Dios de dónde se me acercara con los brazos abiertos y me dijera: “ Sentí una necesidad inmensa de abrazarte” Yo retribuí con la misma moneda: “A mí también me pasó lo mismo”. No sé por qué misteriosa razón acepto, con calma, estas travesuras del destino.
Mulata clara, sonriente, franca, con un vestido que se sustentaba con magia en una estructura corporal que se adivinaba regalo divino a una alma bella, transmitía afecto y sensualidad. Me resulta más fácil discursar sobre emociones que vivirlas; por eso, no fue complicado permitirme el trueque cariñoso verbal. Mientras, continuaba sin saber quién era ese ser que rebosaba frescura y, lo más curioso, en ningún momento me plantee que pudiera tratarse de un malentendido. Ni siquiera cuando me aseguró que tenía la certeza de que nos conocíamos. Uno de los atónitos espectadores, pronunció su nombre, Ive Mendes, en cuanto ella adulaba mi guayabera.
Se me hizo la luz. “En tu último concierto en Lisboa”... “Yo canté una canción cogiéndote de la mano”, me interrumpió al instante. Tres meses antes, había ido a su recital, en una pequeña sala de Alfama. Como había llegado con tiempo de sobra, me recosté en el palco, esperando que comenzase la actuación. Lo paradójico es que, al entrar los músicos, nadie corrigió mi estratégico asentamiento y estuve toda la sesión en medio de cables e instrumentos, arropado por melodías que conocía de memoria. Finalizando el desempeño, Ive Mendes cogió una silla y se sentó a mi lado, entonando una canción que me retrotraía a mi adolescencia, una versión personal y reconfortante de If you leave me now. Llegada la hora de repetir el estribillo, me cogió de la mano y sentí su poderosa inocencia durante los interminables please don’t go, don’t go...
Al terminar el recital, sentí un impulso irrefrenable para acercarme al camerino y soltarle sin más: “Me es fácil entenderte, quiero compartir más, quiero que leas mis poemas, me encantaría pasear contigo, dormir contigo, levantarnos juntos”. Pero, como ya es costumbre, mis miedos e inseguridades trabaron cualquier atisbo de espontaneidad.
Ahora, cara a cara, le dije: “La manera de moverte y, sobretodo, cómo te referiste a tu hermano en el show, hizo que me sintiera ligado a ti”. Ella mudó el tono de voz: “Es extraño que hables de mi hermano hoy, que hace un año de su muerte”.
Esa misma noche coincidimos en la cena informal que dio mi editor, el mismo que el de Nelson Mota, en su casa. Hablé con ella, aunque no dio mucho juego, porque no era el ambiente apropiado. Desplegué mi sentido del humor con fluidez, al menos eso. Ella comentaba que su último compañero representaba el prototipo de meterosexual y que tenían temas de conversación que jamás antes consideró posibles con un hombre, como la depilación, por ejemplo Ahí no resistí y le mostré mi particular patrimonio de la humanidad, frondosidad pectoral, única en aromas y texturas. Incluso una anónima fotógrafa inmortalizó el momento en que me abrí la camisa, al lado de Ive que accedió al tal retrato. Retrato que acabó por diluirse en un ordenador ajeno a mis anhelos.
Al despedirnos, intercambiamos tarjetas y le regalé un ejemplar de mi novela. Disponer de su correo electrónico, permitiría entrelazar sueños. Sería maravilloso escuchar de su voz, mis palabras hechas música, manera de dotarles de mayor bagaje en su deambular independiente.


Querida Ive
Me gustaría mostrarte alguno de mis poemas, para saber tu opinión. Espero que podamos mantener el contacto, adoré conocerte ayer. Besos
Alfredo

«Son lindos tus poemas... y el libro.
... La lluvia siempre me va a hacer pensar en ti cuando piense en Portugal. Por qué no me riegas, fue la primera que leí.
Dios te de todo de lindo. Algún día te contaré sobre la lluvia.
Yo tengo una música en mi segundo cd que se llama Rain. Es muy importante para mí. Fue la primera en ser elegida y la preferida de mi productor.
Pero estaba leyendo tu libro y lo dejé ahí, junto con la toalla... y llovió... mas ya está en mi corazón... ¿Tú me lo calientas? Voy a intentar recuperarlo.
Con cariño, Ive».

¿Por qué no me riegas?
me estoy secando.
Admito que no llueva,
admito que no riegue,
pero al menos llora.
Mis lágrimas
solas
no llegan
para alimentar
nuestro amor,
que es solo mío
que es solo Yo

Lindo fue nuestro encuentro, el tuyo y el mío.
Hoy entré en tu site y me gustó verte.
Pero lo que más me gustó, hasta ahora, fue aquello que entendí sin ver. Puedes resultar atemorizante, tan bonita, especial, mágica..., que existe el riesgo de pasar al lado de tu intimidad, de la Ive india, española, carioca, goianesa, londinense, de las cenas con candelabros...
Hay conversaciones y silencios que espero poder compartir.
Dejé tu música tocar en mi habitación durante todo el día, para ella impregnar cada canto con tu alma. Ahora entré y casi puedo tocar tu olor.
Hace veinte años escribí esto:

“El hombre, entre las manos
a veces tiene un corazón y quiere
morir con él intacto. Pero muere
lleno de soledad”.
(Victoriano Cremer, Madrigal de paz)

Muy pocas veces encuentro
una persona tranquila
que sonría si te mira
si te mira.
Hoy corazones de miedo
se esconden con frivolidad
y se llenan de olvido.
Y encuentro tímido,
peinado de cariño,
un corazón perdido
que me observa pícaro
confundido de alegría
y me cuenta susurrando:
No te enamores
No te enamores
Si tú quisieras
acariciar un último beso
una nueva primera ilusión
quizá me llamarías
con feliz disimulo
silbando canciones
de cuentos infantiles
de princesas rosas,
rosas
y caballeros azules,
azules.

Mayo de 1986

Me diste un abrazo que me calentó y soy como una estufa en la cuál te puedes refugiar... despistada... o no.




03. Garota de Copacabana

Mi primer destino brasileño fue Rio de Janeiro y obedeció a un impulso emocional. Cleusa, una querida amiga carioca que vivía hacía un par de años en Estoril, había intentado con vehemencia desmotivarme en una aventura que le parecía un completo desvarío. Ella vino a Portugal después de separarse al poco tiempo de ser madre por primera vez. Quería proporcionar otros valores a su hija, después de que sus padres sufrieran repetidas amenazas de secuestro, las últimas orientadas a la recién nacida.
Cleusa se esforzaba por utilizar argumentos contra una decisión que tildaba de ingenua. ¡Como si no fuese posible escribir en Europa! La historia y la lógica le daban la razón. Al realizar que mi postura era lo bastante cabezota como para mantenerse firme alteró su discurso, como práctica hembra, convidándome a pasar la Nochevieja en su tierra. De esa manera me presentaría personas de su entorno, ofrenda paliativa de mi desvarío. La respuesta fue inmediata y afirmativa. Cuatro meses más tarde llegaba a la antigua capital del Imperio, en compañía de mi maleta amarilla con cerca de cuarenta quilos de variada intendencia.
Me habían reservado una modesta habitación en un hotel de Flamengo, cerca del piso donde solían vivir, entretanto alquilado al presidente de una multinacional como secuela de la amenaza del secuestro infantil. La familia se había instalado en un apartamento de tres habitaciones, bastante próximo, que era de la abuela. Allí cohabitaban la tal abuela de noventa años en su silla de ruedas, con la respectiva enfermera; los padres, con dos perros y un papagayo; Cleusa, con su hija; y tres empleados domésticos. Como pormenor, mencionar una batería en la sala, instrumento que relajaba a la madre de Cleusa en tardes de desasosiego. Tampoco faltaban todo tipo de palacios, barbies y complementos de barbie para aportar sosiego a la niña, alterada por el aporrear de la abuela.
Como era de suponer, mi amiga tenía más que hacer que estar pendiente del alienígena europeo que acababa de aterrizar. Entre los múltiples consejos de supervivencia, uno de ellos consistió en evitar cualquier transporte urbano que no fuera el taxi. No tardé en contagiarme de la paranoia colectiva que se respiraba, en unas fechas en que los asesinatos y el caos en Rio abrieron noticiarios del mundo entero. Autobuses incendiados con pasajeros dentro, comisarías acribilladas a balazos y motines populares justificaron intervención militar, responsable de una inquietante incertidumbre extra.
Aun así, estaba fascinado ante tanta novedad. La arrasadora belleza natural, las favelas acechantes, las garotas, el agua de coco, las letras de bossa nova que retumbaban en mi cabeza, el calor, la humedad, las garotas... Por cierto, ¿dónde me estaría esperando mi Garota de Ipanema?
Decidí entrar en la net, que para algo sirve, a la caza de indicaciones. Casi todas confluían en un punto común: Copacabana.
Me faltó tiempo para coger un taxi en dirección a una discoteca que tenía un sugestivo nombre en inglés. ¿Sería para despistar a los gringos?
Después de pagar en la entrada una cantidad respetable de reales, más modesta pasada a euros, entré en las profundidades del infierno carioca. Antes de completar la inspección del recinto tenía una mulata, casi de mi altura, proponiéndome noviazgo. La vanidad es mismo estúpida. Cambiamos menos palabras que besos y caricias y la propuesta de acompañarme al hotel tampoco fue nada complicada de resolver, la verdad.
Se identificó en la recepción y, ya en la habitación, sus escasas ropas fueron volando a cada punto cardinal, dejando el epicentro listo para un análisis pormenorizado y atento. En medio del entusiasmo devorador, se me ocurrió pedir una propuesta lingual alternativa, que tuvo inmediata respuesta: “Sin problema, meu bem, son cincuenta reales más”. ¡Espera un momento! –intervine azarado- ¡Extraño noviazgo este! De pequeño, cuando dispensaron tanto tiempo en enseñarme el mundo de los números, podrían haberme orientado sobre las otras variantes para dos más dos. Mi desconcierto provocó un verdadero tsunami de agresividad, sin necesidad de calculadora.
La moza, más cortada que tipo café con leche, de forma extraña se sonrojó de repente mostrando unas afiladas uñas, listas para delinear isobaras de meteorología en el mapamundi de su lindo cuerpo. Aseguraba, a gritos, que estaba dispuesta a arañarse entera y jurar que había sufrido malos tratos. ¡Ah! Y que era menor de edad, que había entrado utilizando el carné de una amiga y que iba a montar un poyo que despertaría a todo el hotel. A no ser que le entregase de inmediato doscientos cincuenta reales. Insistía en que no tenía nada que perder y que yo estaba jodido. Me quedé paralizado. Tanto, que ni pedí descuento. Aseguré que no tenía encima ese montante y su ton de voz, junto con las amenazas, aumentó. El guardia de seguridad me llamó a la habitación y le pedí si me haría el favor de cambiarme euros por reales, al tratarse de una urgencia. Adivinando el percal, me pidió también su parte de comisión. La garota, antes de salir, vació el mini bar entre insultos y provocaciones.
Aliviado, me acurruqué dentro de las sábanas. Intenté inspirar y expirar con profundidad, dejando la cabeza en blanco ante la pesadilla de verme en Carandirú, o cualquier otro presidio local, en fin de año, con el badajo de algún mastodonte introducido en mi campanilla, listo para explotar como los fuegos artificiales de Copacaba.



0.4 Nochevieja Feng Sui

Casi nada de lo que se suponía que podría pasar con Cleusa pasó. Nada más llegar me presentó a uno de sus mejores amigos, un conocido actor brasileño que iba a comenzar el rodaje de su primera película como director, en el Amazonas. Surgió un convite informal y me entusiasmó la idea de pasar una temporada en una aldea perdida en el río Negro. Al día siguiente le robaron el bolso a Cleusa, con su agenda y el móvil, esfumándose así mis fantasías cinematográficas, al no conseguir reestablecer contacto. Como alternativa, su ex marido iba a rodar unos capítulos para el National Geografic en el estado de Pará y le preguntó si su alienígena de estimación le podría acompañar. Ya estaba yo viendo pasajes de avión, cuando el susodicho tuvo un acto de lucidez con respecto al extranjero que ni siquiera conocía, al tratarse de un trabajo con un componente de improvisación que resultaba difícil transponer a personas ajenas al equipo. Volví a ponerme en las manos del destino.
Cleusa continuó su ritmo frenético, como uno de los personajes de sus novelas donde le gusta suprimir los signos de puntuación. Sus padres habían alquilado un piso en el exclusivo barrio de Leblón, para festejar la entrada del año nuevo. La madre, presentadora de televisión, decidió que haríamos una ceremonia feng-sui para recibir al 2007 en condiciones. Era precisa mucha alegría, mesa pantagruélica y la casa iluminada por completo, con puertas y ventanas abiertas, para que el 2006 se despidiera sin obstáculos. Otra exigencia consistía en la necesidad de vestir prendas en tonos rojizos (del rosa al púrpura, pasando por el naranja, coral o vino) o amarillos (del claro hasta el dorado). El motivo fue explicado con minucia: 2007 iba a ser un año regido por el fuego y el agua; pero el agua, díscola ella, tenía tendencia a apagar el fuego, elemento regidor del éxito, lo que motivaba que tuviera que ser reforzado a partir de la noche del treinta y uno. Lo único que encontré cromáticamente apropiado, en mi maleta amarilla, fue un pijama de seda japonés color sangre de buey, que una querida amiga me había regalado para triunfar. Cumplió su cometido, triunfé. De esa guisa aparecí con mi kimono fashion, listo para cocinar un bacalao con pan de maíz y jamón serrano, aportando mi granito de arena para la hartura del festejo. El pan de maíz que pusieron a mi disposición era dulce y con gusto a anís. El jamón era una imitación del de Parma, “tipo” Parma, como dicen aquí. Aun así, el plato tuvo éxito, en particular para los amantes de los panetones.
Al margen de las indicaciones para la decoración y los atuendos, fue necesaria una cierta preparación emocional. A media noche, en pleno diluvio y apartados de la visualización de los célebre fuegos artificiales, como del monstruo del lago Ness, la anfitriona decidió hacer un corro, todos cogidos de la mano, para recitar unas ofrendas que armonizaban con mi bacalao tropical. Al final gritamos para expulsar lo que de mezquino había tenido para cada uno el 2006. Los berridos se adueñaron del binomio espacio tiempo. Esa parte fue bastante compensatoria.
En ese psicodélico contexto conocí a dos amigas de Silvio, el hermano de Cleusa, sendas turistas, como yo, y de nombre semejante. Cintia era de Coimbra y Cyntia de Barcelona. Ambas residían en Madrid y trabajaban en empresas de capital de riesgo. Conectamos con la complicidad que proporcionan las celebraciones natalicias entre emigrantes. Eran muy atractivas, elegantes y de aspecto más bien joven que sus treinta años en común. Como la previsión era que continuase el diluvio, decidimos hacer itinerarios turísticos en conjunto, hasta que la posibilidad de ir a la playa fuese plausible.
Cintia emanaba ese magnetismo de tendencia al abismo: curiosidad insaciable y toque de locura latente, con una postura próxima al arquetipo de Kate Mosh. Había consumado dos divorcios y estaba en pleno proceso de separación de su novio, a su vez casado, su jefe para más señales. La otra Cyntia era de aspecto más tradicional: discreta, con sentido de humor negro y un componente cosmopolita que no disfrazaba sus aires de niña bien políticamente correcta. Daba la impresión de no haber roto nunca un plato y evitaba cualquier referencia al tema, actitud que aliñaba con la displicencia típica catalana.
En esta mi nueva etapa me pareció que lo más oportuno sería experimentar algo inédito en mi curriculum: enamorarme de una mujer de apariencia normal. Así que centré mis energías, al contrario del impulso primario, en la Cyntia convencional.
Al día siguiente reservamos la visita al Jardín Botánico. No había ni un alma viva por la calle, sobre todo por los caminos que circundan la Lagoa de Freitas. Después de dos horas de marcha encontramos cerrado el acceso al bucólico recinto por causa de las fiestas. Como la lluvia ya superaba lo admisible para unas vacaciones, recordemos en pleno verano, paramos un taxi. Como me gusta dar palique a todo el mundo, me presenté al conductor, un negrito bonachón con edad para ser mi padre. De esta forma conocimos a Gilberto, que se ofreció para hacernos de guía. Propuesta que aceptamos encantados, no exenta de cierta desconfianza. Con todo se verificó una dádiva de los cielos. Gilberto acabó siendo uno más, compartiéndonos sus historias, emociones y sueños. Uno de ellos, poder ir a Portugal volando en la TAP. Rayo de una fantasía, sobretodo para quien nada recibe a cambio de colocar mensajes de publicidad subliminal.
Gilberto asumió un papel protector sin concesiones. Incluso fuera de su horario, encomendaba a algún colega de su confianza que velase por nosotros en aventuras a veces delicadas, como asistir al ensayo de la escuela de samba de la verde y rosa, en el Morro da Mangueira.
Me leva que eu vou, sonho meu, atrás da verde e Rosa só não vai quem já morreu... a tiro, por un traficante.



0.5 El hombre de la maleta

La intimidad con las dos europeas aumentaba por días, con suavidad progresiva. Cuanto más me aproximaba de Cyntia, en momentos puntuales, que los hubo, mayor era su alejamiento penitente, con esos cambios de humor que suelen resultar apreciables fruto de la rutina de la convivencia marital.
En el itinerario turístico, lo que más me marcó fue el Museu de Arte Contemporânea de Niterói, una de las últimas obras de Oscar Niemayer, superados ya los noventa años. La plataforma redonda, fluctuante sobre un acantilado, sugiere una construcción extraterrestre. Perfecta disculpa para retratar a Cyntia en cuanto ella misma tiraba una fotografía de aquella maravilla.
Gilberto dispensó entrar con nosotros en el edificio, evitando confrontarse con el mundo de lo desconocido. Allí nos aguardaba una exposición sobre los dioses griegos en los templos contemporáneos, con interesantes conexiones entra la mitología helena y la relativa a los orixás.
Al día siguiente, aguardando la fila del tranvía de Santa Teresa, conocimos a una señora encantadora, Jandyra, con la que hicimos unas risas. Ella apostilló que debería estar enamorado, porque andaba en alto astral. Aproveché la ocasión para rescatar del bolsillo un poema que había escrito esa madrugada, recitándolo en alta voz.

Hoy me he dado cuenta
de lo ridículo que es el miedo
predecible.
Desde el alba
el cielo y el infierno,
lo bello y lo feo
compiten por los colores
y los olores
de los suspiros del Corcovado.
Lo rico ni siempre es apetecible
y lo pobre presenta policromías
inimaginables.
La alegría se viste de temores
y la tristeza se broncea
en Copacabana.
Estoy aprendiendo
a caminar sobre mosaicos
de expectativas blancas y negras,
mientras tú,
observándome incrédula,
con la desconfianza de sentir
en esa piel de turista sin crema,
te sonrojas más con tus silencios
que con todo el sol de Ipanema.
Contigo miro el mar como un socorrista
de mí mismo.
Contigo salto las siete olas
con la esperanza de una mirada
puerilmente disfrazada.
Contigo salgo de la espuma
con la esperanza
y el miedo
impredecible
de sentirme bello
por el brillo de unos ojos
aceitunadamente adolescentes.

Rio de Janeiro, a dos de enero de 2007

Después de almorzar entramos en una de las múltiples tiendas de recuerdos y reparé en un cuadro naif, que mostraba una turista máquina en ristre con el Museu de Niteroi por detrás. Le ofrecí la pintura a Cyntia, provocando en ella tanto agrado como horas más tarde la previsible displicencia.
Harto del ping pong amoroso de las siguientes jornadas, en la excursión al Cristo Redentor fui impelido de garrapatear una réplica poética.

Ya me encontré en mi vida
a mucha mujer disculpa.
Disculpa para poder escribir,
disculpa para convencerme que estoy enamorado,
disculpa para perder el interés,
disculpa para marcharme,
disculpa para no hablar nunca más,
disculpa para querer dormir,
disculpas.
Disculpa, ya llega de tanta devoción
a Nuestra Señora de la Santa Disculpa.

Rio de Janeiro, a cinco de enero de 2007

Una tarde fuimos al centro y paramos en la Pastelería Colombo, uno de los iconos del esplendor que vivió Rio de Janeiro a principio del siglo XX y que en la actualidad muestra con encanto su decadencia. Gilberto tampoco había entrado. Le quisimos invitar a comer en el restaurante del piso superior, que tenía reminiscencias de algunos clásicos europeos, como el Tavares Rico, el Simpson’s o el Lhardhy. Nos dimos cuenta de la incomodidad de nuestro guía al sentir su inseguridad expuesta. Por eso, con disimulo, optamos por tomar un refresco y unas empanadillas en la planta baja. Mientras un pianista amenizaba la sesión, Cintia sacó a bailar a un Gilberto exultante de felicidad.
En otra jornada fuimos a la Barra de Tijuca y él se quedó conmigo en cuanto nuestras colegas iban de compras. Gilberto, en pánico, tampoco había traspasado el umbral de un centro comercial. El que conocía calles sin fin en una ciudad con quince millones de habitantes, se encontraba perdido ante tanto pasillo con márgenes de consumismo repetitivos hasta la obsesión.
Ya de vuelta al taxi nos contó la historia que le había mudado la vida. En un trayecto recibió la queja de una clienta porque una maleta no le dejaba espacio para colocar las piernas. Él la guardó en el maletero y cuando llegó a casa se dio cuenta de que contenía setecientos cincuenta mil dólares, de hace quince años. Gilberto no vaciló, devolvería el dinero. Recordaba do forma cristalina al dueño, un cliente que dejó en la entrada del Copacabana Palace.
Su mujer montó un cisco de aquí te espero. Ahí estaba su futuro garantizado, satisfaciendo todas las fantasías que había proyectado en una vida de cenicienta sin siquiera una madrastra rica. Al tiempo que su pareja le hablaba de conciencia y otros dislates, ella fue contundente: “Si sales con esa maleta, no te atrevas a volver y olvídate de que tienes mujer e hijas”. En efecto, la amenaza se consumó. Gilberto fue abandonado por la mujer y sus hijas, a las que nunca volvió a ver, instigadas por una madre despechada.
El gringo, incrédulo y agradecido, le preguntó si quería alguna recompensa. El taxista contrapuso que, de haber deseado algo, se habría quedado con la maleta. El resarcido, sin salir de su asombro, le invitó a pasar un mes en Miami.
Gilberto llevó a sus nuevas amigas al aeropuerto, en horas diferentes, sin cobrarlas un céntimo. Les ofreció bufandas del Fluminense a Cyntia y del Vasco de Gama a la portuguesa.
Pasado unos meses, en otra viaje a Rio, me encontré con Gilberto quien, con lágrimas en los ojos, me hablaba de esas dos nuevas hijas que el destino le había colocado en su camino y que ansiaba ir a visitar, en un vuelo de la TAP.
Ya me encontré en mi vida a mucha mujer disculpa.



06. El paquete que huele a moho

Llegué a Sao Paulo con una invitación para quedarme en casa de Gisela, a quien conocí en el Camino de Santiago. No anduvimos mucho tiempo juntos, apenas coincidimos en una jornada; eso sí, intensa. Me marcaron la limpieza y precisión de su discurso tanto como el calor de su abrazo, que recibí casi con pudor.
Coincidimos cuando ambos, engañados, entramos en una senda alternativa, monótona hasta la tontura, y más desguarnecida que la principal. Ella estaba descansando a la vera del sendero comiendo una fruta. En esa altura, ya había comenzado un ayuno al que me sometí con rigor espartano durante ocho días. Me alimentaba sólo de un jarabe de salvia y de mi excedente corporal. Lo curioso es que no tuviera apetito ni sufriera cualquier resquicio de flojera; al contrario, rebosaba energía. Algo así como si el caminar me fuese ayudando a deshacer el almacenamiento de grasa, acumulado en tantos meses de intemperancia.
En parte debido a la pérdida de peso, que equivalía a una proporcional ligereza de equipaje, llegué a Santiago con inusitada rapidez. Prolongué mi estancia más de lo previsto para darme la oportunidad de recobrar los afectos que había dejado atrás. Experimenté alguna decepción por no reencontrar ni a Gisela ni a Gian Luigi, un actor italiano con quien había compartido momentos inolvidables al inicio del viaje. En cualquier caso, no perdí mucho tiempo con el tema. Algunas semanas más tarde, recibí un mail de Gisela después de haberle pedido mi contacto a Tizue, una japonesa que empezó y terminó el Camino en fechas coincidentes conmigo. Vale la pena mostrar parte de la misiva:
“Siempre me acuerdo de ti cuando comienzo a dramatizar y a reparar en el lado negativo de algo. Tal vez no lo recuerdes, pero me llamaste la atención por esa tendencia de mi carácter.
Me acuerdo también, con frecuencia, de la sensación de libertad de aquel día en que nos cruzamos en el atajo. Que maravilla tener sendas alternativas y ser conscientes, claro.
Recuerdo como todos en el Camino nos sentíamos a gusto juntos. De ti recostado enfrente de mí, en ese mismo día en que yo “comía” mientras tu estabas encantado alimentándote sólo con el extracto de plantas. Sólo de pensarlo mi corazón rebosa felicidad... Libertad, amor, bienestar, espontaneidad y pureza. Felicidad pura.
Juro que estoy intentando vivir de esa forma aquí en Sao Paulo. A fin de cuentas, pienso que el comportamiento de los demás depende del nuestro, ¿no te parece? ¡Qué desafío!
Perdóname tanto rollo.
¿Ya estás mentalizado para instalarte una temporada aquí en Brasil? Se me ha olvidado si llegaste a comentar el hecho de haber vivido aquí antes?
¡Me encantaría volver a verte! ¿Cuándo llegas a Sao Paulo? ¿Ya tienes dónde quedarte? Yo vivo en Vila Mariana, un barrio próximo a la Avenida Paulista y al Parque de Ibirapuera. ¿Te suena? Avísame si necesitas cualquier cosa, incluso motorista, pues te puedo ir a buscar al aeropuerto que está muy cerca de casa.
¡Qué buen rollito!
Un beso súper cariñoso,
Gisela”.

En respuesta, le envíe un poema escrito, fiel testimonio de mi estado de alma.

Abrí el paquete
donde guardara
Viento,
aquél que capturé
en noches de tempestad
previniendo necesidades.
Olía a moho
y a desperdicio,
muy diferente
del frescor yodado
que zarandeó
mi balsa sumida.
¿Para qué sirve la ansia
de agarrar lo inagarrable
alimentando la esperanza
de una despensa hueca?
Quiero aprender a navegar
en el velero de mi cuerpo
timoneando una mente
cómplice del Viento.
Del mismo
que, ingenuo de mí,
pensara latente
en ilusorios botiquines
inhibidores de conciencia,
engañadores de vida,
amantes de realidades somnolientas.

En Lisboa, a diecinueve de noviembre del 2006

Ella me respondió: “!Gracias por el regalo! Llevo abriendo paquetes demasiado tiempo... Diría que gran parte de ellos huelen a moho y, con certeza, no contenían nada de muy verdadero, a no ser imaginación que me impidió ver la vida como es en realidad. Distorsiones... Lucidez es lo que busco, aunque diría que todavía tengo que abrir muchos paquetes. Ahora anda todo más leve y, por lo menos, he escuchado más a los «ángeles» que pasan por mi vida. ¡Fantástico el Camino que me queda por delante!”.
Un par de meses más tarde, Gisela me fue a buscar al aeropuerto y me instaló en su apartamento, cediéndome su habitación mientras ella se acoplaba en el sofá del salón. Me permitió entrar en su intimidad con una generosidad preciosa, sobre todo si consideramos su marcado hermetismo. Hasta entonces, nadie había dormido en su casa, por cierto poco visitada, que contaba con lo estrictamente imprescindible, sin concesiones estéticas ni lúdicas, en un ambiente estoico y pragmático. Me sentí bien, genuinamente amparado y con una sólida impronta de libertad, potenciada exponencialmente por el referido despojamiento y la energética sensación de novedad.



07. El cielo de Suely

Sao Paulo resulta fascinante por su oferta cultural, bien diferente del resto de Brasil. Las opciones son inmensas, sobre todo para quien se encuentra ávido de experiencias y conocimiento, como era el caso. Una vez que Gisela daba posada al peregrino, decidí incluirla en mi derrotero de ocio.
Poco a poco nos fuimos aproximando, intercalando confidencias y discursos anímicos afines a personas habituadas a exponerse, de forma dialéctica, en diferentes terapias conductuales. En ningún momento conseguí identificar a Gisela como aquello que ella más anhelaba: como mujer. Se me imponía, sin embargo, como un encantador ser humano.
Juntos fuimos al teatro, exposiciones, museos, cenas, paseos por el Parque de Ibirapuera... La complicidad iba in crescendo.
A Gisela le encantaba el vino aunque apenas lo bebía y en su casa carecía de copas adecuadas. Quise regalarle los cálices así como unas botellas, aprovechando los saldos de una de las boutiques del género tan abundantes en su ciudad. Al principio dispensó la atención. Cedió pasados unos días desde que dividiésemos el gasto.
Entre tanto se prolongaba con suavidad mi estancia paulista. Habían pasado dos semanas y no tenía previsión de continuar ni de dirigirme a Bahía. En ese contexto la invité al cine. Mi criterio de selección primaba películas nacionales, en un intuito de percepción acelerada de mi nueva realidad. Fuimos a ver O Céu da Suely, que venía precedida de excelentes críticas. El argumento giraba en torno de una joven de poco más de veinte años, Hermila, que regresaba al interior de Ceará con su primer bebé, esperando que se reuniese con ellos el marido y padre, que se había quedado en Sao Paulo. El dicho encuentro nunca se llevó a cabo. Ella enfrentó entonces una situación de desesperanza, viviendo en casa de su abuela en condiciones precarias y sin perspectivas de futuro. En la aldea hizo amistad con una prostituta y de ahí surgió una idea genial: vender rifas en que el premio fuese pasar una noche en el Paraíso, con ella. El Paraíso era un motel. Con el lucro compraría un billete de autobús para el destino más lejano posible.
En una determinada escena Hermila llega a casa de noche, abre la nevera y no hay nada para comer. Gisela me apretó el brazo y sufrió una catarsis en forma de sollozos y respiración entrecortada. Al salir de la sala me comentó que había revivido episodios de su infancia.
Gisela es investigadora científica, doctorada en Biología por la Universidad de São Paulo. Nació en una favela, tal como el resto de sus nueve hermanos. Ninguno de los demás progresó en los estudios, debido al handicap de la falta de medios. En la apertura del frigorífico famélico durante la noche, revivió noches sin fin.
El sueño de Gisela era poder estudiar y llegar a conocer algún día Europa. Hoy no dejan de convidarla para dar conferencias o asistir a seminarios sobre enfermedades en determinadas plantas tropicales, su especialidad.
Gisela todavía no se ha perdonado su infancia, su evolución y su actual vida sin hambre. Quizá por eso eligió un hijo y no un hombre por marido, para poder proyectar en el prójimo y no en ella ese cuidar de un niño, que quedó como asignatura pendiente.
Los días siguientes fueron bastante dolorosos. Gisela tenía el sufrimiento a flor de piel, potenciado por un sentimiento de frustración una vez que su deseo no resultaba correspondido por el vitalista colega peregrino que dormía en su cama, pequeño pormenor.
Yo asistía consciente a ese proceso, tentando evitar falsas esperanzas y considerando conveniente una implosión, lo que no tardó en verificarse. Gisela abrió con honestidad su corazón. Descubrió la dificultad que tenía en lidiar con tanta información y tamaña invasión de expectativas, en una vida hasta entonces bastante domesticada por el dominio de cualquier tipo de estímulo, fuera del mero discurso. En esa conversación, reveló con firmeza su vulnerabilidad e impotencia ante la nueva conjetura. Me quería cerca, aunque por momentos se mostraba tensa y fría, como queriendo motivar un pretexto que justificase la decisión de mi salida, su liberación. Le dije que sería conveniente que consiguiese verbalizar lo que deseaba: ¿Prefieres que me quede o que me vaya?



08. Felix hic et nunc

En 2005 conocí a Alex Atala, uno de los cocineros que más me marcaron en mi carrera de crítico gastronómico. Fue en Madridfusión, la feria de cocina creativa más exclusiva del planeta, donde Alex presentó una palestra, impactante por su simplicidad, utilizando productos del Amazonas con equivalente técnica y elegancia. Ya había entrado en contacto con él, antes incluso de mi llegada a Sao Paulo, para visitarle en su restaurante. Gisela prefirió ahorrarse el padecimiento de otra nueva manifestación de placer. No insistí.
En el D.O.M, que es el nombre del local en homenaje a la máxima benedictina Dominum Optimum Maximum, me conmovieron recetas como un fetuccine de palmito con mantequilla de coral y gambas; o unas vieiras marinadas con leche de coco, pimientas y crocante de mango. Tuve la perfecta noción de que estaba degustando la esencia de Brasil, como una caricia de mi ángel custodio reforzadora de mi decisión.
Sentí un impulso compulsivo de escribir. Pedí hoja y bolígrafo.

Me participas tu infancia
en las lágrimas
de ese pasado incomprensible
de nevera con huevo racionado
por hermanos más viejos
dolientes,
por hermanos más jóvenes
carentes.
Oliendo a leche sin polvo
sabedores de un polvo sin lecho.
Tu sonrisa es una conquista
y tu miedo
el hijo de puta de un virus
invasor
que se te escurrió
hasta el beso de bocas sin frescura
de sabor, aún así, viciante.
¡Escupe lejos!
Tan lejos cuanto la luna llena.
Hasta llenar el agujero de blancura
y, así, puedas mirar a la noche
con irreverencia,
por tras
de tus nuevas gafas menguantes,
vacuna de brillo reflectante
de esa tu alma niña,
de dormir acurrucada
en los recuerdos de chiquilla soñadora.
Cierra los ojos, cariño,
y pronuncia, con la sal de tus lágrimas:
¡Quiero
y merezco
ser feliz!

En Sao Paulo, a dieciséis de enero del 2007

Me dio pena que Gisela no hubiese aprovechado esa oportunidad. Pero hubiera sido pedirla demasiado. La situación había llegado a un punto de no retorno, en que ella necesitaba recuperar su espacio vital, y yo también. De esa guisa fui a parar a una habitación de hotel, lo que dio origen a un desencadenar de nuevas historias.
Días más tarde recibí el siguiente correo: “Querido Alfredo, ¿cómo te encuentras? Espero que alegre y satisfecho con la vida, como siempre. Después de tu visita he pensado mucho en lo que hablamos... Cómo darme más placer y ser más alegre. Me siento una cría buscando soluciones fáciles pero, como sé que tienes facilidad para escribir sobre cualquier asunto y experiencia hedonista, talvez me puedas ayudar. Gracias, Gisela”. Le contesté: “Querida, estoy realmente contento de que te permitas abrir la puerta de la alegría. Aunque, como bien sabes, una vez atravesado el umbral, entrarás en el mundo de las emociones, donde todo será posible, transmutando lo previsible en imprevisible. Aun así, merece la pena, sin dudarlo. Si me das permiso, escribiré un relato y te lo enviaré. Hace días que andaba dándole vueltas a la cabeza. El camino, tú misma lo has mencionado, comenzar con las cosas más simples. Por otro lado, la base de todo”.
En nuestro siguiente encuentro Gisela reflejaba otro rictus facial. Afloraba la muchacha traviesa que se había quedado mustia en una habitación oscura, después de encerrada demasiado tiempo. Me confesó: “Alfredo, decidí asignarme una paga para mis caprichos. Lo primero que hice fue comprar unos cojines de colores chillones para el sofá. ¡Ah!, y también entré en una pastelería para comer unos pasteles que me encantaban cuando era pequeña”.
Gisela es un ser humano lindo, al que admiro y quiero sin fisuras. No tengo dudas de su papel en este misterioso proceso existencial que elegí experimentar, con la finalidad de alcanzar algo tan simple y arrebatador, como lo que me fue revelado a través del talento de Alex; algo tan elemental y sofisticado, como lo que me fue revelado en la determinación de la propia Gisela: perdonarse por querer ser feliz.
Felix hic et nunc!
Gracias Alex.
Gracias Gisela.



09. Las apariencias engañan

La idea de ir a Bahía me tenía algo confuso, pues dudaba entre Trancoso o Arraial d’Ajuda. Cuando estuve de vacaciones, en diciembre de 2005, desconocía ambas realidades y pasé dos semanas repartidas de manera equitativa en los respectivos destinos.
La primera impresión fue desoladora. Llegué de noche al aeropuerto, supuestamente internacional de Porto Seguro, donde todo se recorre pie. La estructura recordaba a la de un centro comercial pasado de moda. Cruzar la ciudad de furgoneta tampoco fue muy estimulante para quien alimentaba expectativas de paraíso. Calor pegajoso, humedad sofocante, barrios cutres. Ansiosos vendedores de cacahuetes y agua de coco verde invadían con desparpajo mi espacio, cuando crucé en ferry un río indefinido por la tonalidad azul cobalto, en una noche azul sin luna, infestada de estrellas que agujereaban una bóveda azul, como un virus de sarampión en la cara azul de un niño.
Una carretera, cuyos cráteres parecían pérfidos reflejos de esos millones de estrellas, fue sirviendo de canal de distribución para diferentes colegas, que quedaron diseminados en un sin fin de posadas, ora a babor, ora a estribor. Me bajé al final de esa recta interminable, en un alto donde se concentraba el centro de Arraial d’Ajuda. Ahí, se suponía, se encontraba la movida. Pero lo peor estaba por venir. Mi aposento parecía un cuarto de servicio de una familia numerosa con pocos recursos. El aire acondicionado era más generoso en el barullo que en el chorreo de cualquier tipo de frescor. El suelo no pasaba de una baldosa blanca imitando mármol y la ducha tenía más cables al descubierto que una hipotética cámara exterminadora idílica de Auschwitz. Pedí que me cambiasen, pero estaba todo lleno; por lo que entré en una fase de resignación que postergó cualquier determinación para el día siguiente. Me duché, con la adrenalina semejante a un encierro de San Fermín, ante una eminente cornada en forma de cortocircuito, y salí a la calle. Para el barro, puesto a ser exactos.
Las escasas referencias que tenía recalcaban el ambiente festivo de Arraial en una zona conocida, rocambolescamente, como Broadway.
Allí encontré tiendas de souvenires para turistas que adoran decorar sus casas con recuerdos de los viajes. A todo esto, sin señales del mar. En medio de ese arrebato de optimismo, escuché que alguien me llamaba. Con incredulidad eché un vistazo a mi alrededor y descubrí a Tô, tío de una de mis mejores amigas y persona próxima del entorno de mi ex mujer. Fue cordial de forma serena y me convidó para cenar, al día siguiente. Así me presentaría un grupo de residentes, buena gente según me dijo.
Me levanté temprano y fui a la playa de Mucugé. Caminé hasta la vecina playa de Pitinga, donde los acantilados de tierra rojiza dejaban entrever perfiles de palmeras y coqueros, al tiempo que planeaban rapaces tan majestuosas cuanto las que me encandilaban en Europa. De repente, tenía una ampolla en la planta del pie que no me permitía dar un paso. Volví sobre mis talones, cogiendo una insolación monumental. Para compensar, las aprehensiones de la víspera se estaban diluyendo a ritmo bahiano.
La cena fue en el Sole Mio, una pizzería de ambiente cosmopolita, dirigida por una pareja de nacionalidad indefinida, mezcla de argelinos, marroquíes, franceses o italianos, que ya habían tenido restaurantes en París y burdeles en Londres, o viceversa. Tô me presentó a Antonella y a su ex marido, Sandor. Ella, atractiva y seductora por naturaleza, también se dedicaba a escribir. Me ofreció un ejemplar de su libro, con considerables faltas gramaticales, pero cuajado de sentimiento: Cartas de Amor de uma Peregrina ao Caminho de Santiago. Lo leí de una sentada y depositó la semilla para que, meses más tarde, emprendiese esa misma tarea desde St. Jean Pie de Port. Sandor, también atractivo y seductor, era un alsaciano que le gustaba jugar al fútbol y poco más. Formaba parte de la selección francesa de futevôlei, modalidad de voley-playa que se juega con los pies, cuyo entrenamiento era su entretenimiento vespertino. Esta pareja no tuvo hijos y Sandor aseguraba que fue mejor así, porque se consideraba demasiado egoísta. Pero un día, paseando juntos por la playa, me llamó la atención para un grupo de chavales que estaban jugando en la orilla, y comentó: “¿Ya te imaginaste un lugar mejor en el mundo para pasar la infancia?”. Pues, no. La contundencia de mi respuesta fue una de las bases de mi nueva aventura.
De Arraial me sedujo un grupo de personajes de la colonia de residentes, activos espiritual y físicamente.
Para la segunda semana no contaba con ninguna reserva, así que alquilé un coche y me dirigí a Trancoso, apenas a treinta quilómetros. Es difícil no dejarse cautivar por su centro histórico, conocido como el Quadrado, que preserva el típico trazado colonial, con la iglesia presidiendo hileras de casas de colores, que delimitan una plaza enorme con césped y cerrada al tráfico. Caballos pastan en libertad donde cada día se juegan apasionados partidos, con participantes de cualquier edad y sexo. La iglesia de San Juan Bautista, la tercera más antigua de Brasil, perfila un elegante baluarte, que pretendía provocar un efecto intimidante, en su reminiscencia de arquitectura defensiva, cuando avistada desde el mar. Se ubica en el límite de un acantilado, donde el océano se dimensiona con magnanimidad, revelando embriagadores matices de azul. El nacimiento de la luna llena, en este mirador, es una experiencia que roza lo místico, incluso sin maconha, la marihuana local.
Trancoso durante once meses al año es un lugar pacato. Transmite la sensación de que no pasa nada, lo que permite que la naturaleza imponga su ritmo con impunidad.
Se siente un toque clasista, tanto en las tiendas (caras) que se reparten por el Quadrado, como en los encantadores restaurantes o en el componente medio hippie estudiado que se respira en el ambiente. Contrasta con el otro Trancoso, el de los nativos: caótico, superior en tamaño, ruidoso, pobre y sucio.
Esta convivencia, en apariencia pacífica, me fue seduciendo día a día. Y para ese encantamiento fue determinante una mujer asombrosa que encontraba sin parar. De pequeña estatura, asiática, unos veinticinco años, morena, con larga y ondulada melena negra, tenía una mezcla entre selva y quimera china tatuada por todo su cuerpo, en tonos suaves e hipnotizantes. La descubrí en la playa, saliendo del agua, con la piel brillante y su cabello, hasta la rabadilla, protegiéndole esa capilla sextina en movimiento, como si fuera un ejercicio de precisa caligrafía oriental a base de neuróticas rejas verticales.
Cierta mañana coincidimos en el Pandoro, un café a la entrada del Quadrado que tiene un desconcertante toque civilizado que nos recuerda a Europa. Llevaba mi cuaderno de poemas y no resistí escribir:

Estás sentada junto a mí
mientras
devaneo entre palabras sin sentido
y aspiro inspirar el aire
que se escapa entre tus dientes.
Necesito recuperar mi cuerpo
para enroscarme en la selva
que negramente cubre tu melena
entre tatuajes de ramas sin serpientes
asentadas en abiertas alas
que brotaron como mariposas de tus pies
orientales como tus ojos de bossa-nova
canturreada en toboganes
de la Muralla China
descubierta en el interior de un Roscón de Reyes
premio que distraído
mastiqué con torpeza
cerrando este cuaderno
al levantarte del café de Trancoso
donde vine a respirar,
una vez más,
el aire de mis silenciosos deseos.

Trancoso, a cinco de diciembre de 2005

No gane coraje para entregarle el poema y lo cargué conmigo, día y noche, durante más de una semana, en la que me topaba con mi musa sin parar y siempre con ingenuidad inesperada. Me recriminé mi timidez enfermiza.
La víspera de regresar a Portugal, me crucé con ella en la calle principal de la zona nativa. Ella iba con un grupo de amigos. Disfracé mi pudor con torpeza, esquivando mirarla a los ojos y, cuando se encontraba a una distancia que no me permitía escuchar su risa, me arranqué hacia ella. Paré en seco, procuré los garabatos arrugados y confesé: “Lo escribí para ti”. Ella me miró atónita. Yo me fui.
En un arrebato de lucidez, di marcha atrás y saqué un bolígrafo de la mochila, para escribir mi dirección de correo electrónico, lo que la dejó todavía más desconcertada. “Por si te apetece hacer algún comentario”, aclaré.
En mi inconsciente quedó registrado volver a Trancoso, con la esperanza de reencontrar a la enigmática Gauguin andante.



10. El convite de la Lama

Me pasé un año organizando el viaje. No es fácil desmontar una estructura de vida en Europa. Para todo es necesario rendir cuentas: darte de baja en hacienda, acabar con los contratos de agua, luz, teléfono o renunciar a la tarjeta de crédito. El bombardeo de impertinencias pretende disuadir cualquier tipo de desistencia. Aun así, nada hizo tambalear mi decisión.
Siete meses antes del viaje, desmonté el piso donde vivía en Estoril y pasé a disfrutar de una cierta indigencia libertaria. Subasté muebles y objetos de arte, así como mi bodega, con más de dos mil botellas. Como consecuencia de esa quema de naves, organicé múltiples fiestas de despedida allá por donde pasé: Madrid, Marbella, Lisboa, Budapest, Zurich, Colmar, Oporto... El festejo del Douro fue especial, porque de alguna manera representó mi divorcio con el mundo del vino, al que tanto tiempo y energía dispensé, cual matrimonio. Hubo una cena en la Quinta do Crasto, donde uno de los presentes sugirió que me quedase con una pariente en Arraial d’Ajuda. Como no tenía claro dónde montaría mi campamento, me pareció adecuado aterrizar con alguna protección.
Así, después del periplo por Rio y Sao Paulo, desembarqué en Arraial, otra vez en plena nocturnidad, un año más tarde que en mi primera visita y con ocho horas de retraso sobre el horario previsto. A pesar del retraso aéreo, algo a lo que conviene habituarse en este país, había un tipo esperándome, propietario de una robusta furgoneta que había sido enviado por la tal pariente. Cuando llegué a su casa, ya amaneciendo, Joana me estaba esperando y me aconsejó que me quedara en una casa de marcada inspiración japonesa, lo que iba al encuentro de mi secreta fantasía. Conversamos un poco y me comentó que pertenecía a un grupo simpatizante del budismo. De vez en cuando era convidado un lama para dar retiros o meditaciones y coincidía que había llegado esa semana. Me desafió a asistir con ella al día siguiente y acepté.
Al levantarme, fui a la playa y ahí estaba Sandor, como si el tiempo no hubiese pasado. Me presentó a una amiga que estaba de vacaciones. Resultó ser de Oporto, antigua novia de Tô. Con ella verifiqué que compartía un montón de afinidades afectivas. De repente, me encontraba discursando sobre mi matrimonio y otros seres que habían formado parte de mi rutina en un pasado distante.
Por la noche fui al retiro, que tenía a Antonella como traductora. La lama era una monja que disertó sobre las implicaciones del deseo y el orgullo en el entorpecimiento del ego. En el intervalo, quiso que participase alguno de los presentes. Así lo hice, objetando que el orgullo que podemos sentir por las actitudes de los demás, en especial de las personas que amamos, era tan sano cuanto deseable. Eso nos llevó a un diálogo informal y enriquecedor.
Al final de la sesión, le quise agradecer su generosa disponibilidad y ella me preguntó si era psicólogo. Respondí que escritor. Se interesó por iniciar un diálogo que terminó con una propuesta: pasar una temporada en su monasterio, en el sur de Francia. Consideraba importante que conociera a su maestro. Mi duda era si implicaría algún tipo de compromiso por mi parte. Por lo visto, ninguno. Así que acepté, sin fecha prevista. El destino sabrá.
Me pareció un buen presagio para esta historia que, dando sus primeros pasos, no ha definido bien adonde.
Nada como estar atento, para darme cuenta.




11. Mariana de Moraes

El día 26 de diciembre, víspera del embarcar para Rio de Janeiro, mi amiga María José insistió, e hizo bien, para que la última noche en Portugal no la pasase solo. Me invitó a dormir en su casa, ofreciéndome también transporte para el aeropuerto.
Nuestra relación está impregnada por el aroma de lo íntimo. Su madre, Juliana, asumió el papel de referente familiar el tiempo que viví en tierras lusitanas, sin resquicios cariñosos de prodigalidad. Uno de sus hermanos pertenece a ese mágico núcleo de amigos que siempre imaginé tener y tuve; tal como sus dos hijos, Inés y João. Precisamente João, el más joven, estaba esa última noche en casa. Llevaba meses trabajando y estudiando, con el propósito de ir a Rio en el carnaval, para reencontrase con una prima carioca por la que suspiraba de amores. Casi nadie sabía de ese objetivo, ni siquiera su madre, que no conseguía disimular el malestar ante la relación de su príncipe con una actriz de telenovelas; eso sí, más buena que el pan de pueblo. João planeaba incluso una nueva vida en Brasil, donde compaginaría sus estudios, al tiempo que viviría con su prima, por lo que el regreso marcado en el billete no pasaba de un formalismo burocrático, ante su proyecto poético.
Acabada la cena, María José sufrió su habitual ataque de sueño y nos dejó en el salón. João me propuso que viéramos un documental sobre
Vinícius de Moraes, que acababa de recibir de su novia. Fue extraño porque no conocía Rio y fue también la primera vez que vi imágenes de Ipanema o Copacabana, pues mis arquetipos al respecto de aquella ciudad consistían en panorámicas desde el Pão de Açúcar o del Cristo Redentor. Me conmovieron aquellos poemas y canciones, horas antes de haber iniciado un viaje que está transformando mi vida. Varios fueron los testimonios y varios los intérpretes que me fueron embelesando. Aunque nada ni nadie comparable a Mariana de Moraes, nieta de Vinícius, que me arrancó una exclamación delirante: ¡Eh aquí, una buena disculpa para ir a Brasil!
La llegada a mi destino me proporcionó tal intensidad de sensaciones que me olvidé por completo de aquel suspiro. João mantenía el contacto y me iba enviando saludos para Mariana. Yo estaba convencido de que se refería a su prima.
Cinco semanas más tarde João llegó a Rio, justo cuando me disponía a ir a Bahía, dando por finalizada mi etapa paulista. Hablamos por teléfono y le encontré raro, por lo que decidí hacer acto de presencia. De esa manera, tendría la oportunidad de conocer a su Mariana. Cuando por ella le pregunté, me aclaró entre risas que su nombre era Marcia, que la susodicha Mariana era la mía, la nieta de Vinícius. En un par de días, nos encontramos en Ipanema. Él vino caminando por la arena, cabizbajo. Me contó en seguida que Marcia, la víspera de su viaje, le comunicó que había retomado la historia con su antiguo novio. Aun así, João decidió venir sin hacerse la víctima. Hablaba con dolor, pero con ganas de entender la lección de esa historia. Estaba viviendo con unos estudiantes portugueses, que le habían propuesto planes a ritmo frenético. Ante tal panorama, le animé a que se juntara conmigo en Bahía y le encantó la idea.
En menos de una semana, le fui a buscar nada más amanecer a Porto Seguro y, sin pasar por casa, le llevé al Corujão, un chiringuito en la playa de Araçaípe. En pleno entusiasmo para ponernos al día, reparé en una mujer que se sentó al lado, con un tatuaje increíble en el brazo. La felicité y fue así como conocimos a Gabi, una argentina que había optado cuatro años atrás por este cruce de caminos que es Arraial d’Ajuda. De repente, não mais que de repente, como cantaba Vinícius, apareció una amiga de Gabi, sensual y dulce, con un toque entre ingenuidad y perversión que resultaba arrebatador. Carolina es periodista, como yo, aunque ella recién licenciada, en consonancia con sus veinticuatro años, que rebosan salud y voluptuosidad. También estaba procurando dar un giro a su vida, yendo tras su sueño de aprender a cocinar para montar un restaurante vegetariano. Como tenía programada una cena de bienvenida para João, la convidé para que me ayudas como pinche de cocina.
Así, mientras preparábamos un pescado semejante al mero, marinado antes en zumo de lima y pomelo, João le preguntó a qué se dedicaba antes de venir a Bahía. Ella respondió que había trabajado en Sao Paulo, en una productora de espectáculos donde también representaban algunos artistas. ¿Cómo quién?, se interesó João, pues la madre de Marcia era agente de algunas divas brasileñas, como Fafá de Belém. Mariana de Moraes, por ejemplo –respondió Carolina.
La posibilidad de que este guiño sucediera era remota, teniendo en cuenta que se trataba de un código entre nosotros y de que João acababa de llegar. Carolina se ofreció presentármela.
No fue necesario. Al poco tiempo, asistí a un espectáculo en el teatro Ibirapuera, en Sao Paulo, que conmemoraba las bodas de oro de la puesta en escena de Orfeu da Conceiçao, de Vinícius de Morais, con escenografía de Oscar Niemayer. Mariana era una de las intérpretes y cantó Chega de Saudade, mensaje que capté al vuelo.
Al final del recital, bajé a los camerinos, donde aguardé a que saliera. La saludé y nos abrazamos, costumbre muy brasileña, y le comenté que tenía un cuento con su nombre. Reforcé, pícaro, el efecto sorpresa, al afirmar que había tenido un papel relevante en mi venida a Brasil. Difícil resistir tal abordaje, al tratarse de una dádiva de los dioses, que les apetecía celebrar el eclipse lunar de aquella noche mágica.
Mariana, tal como estaba escrito en las estrellas, me pidió que le enviase el texto por mail. Mira tú por dónde, lo que estoy haciendo en este preciso momento, después de darle a la tecla del punto final.




12. Nacidos en burdeles

Nunca había presenciado un chaparrón semejante. ¿Cómo es posible que el cielo almacene tanta agua? Considerando que estamos en pleno verano y con el carnaval en ciernes, la desolación de los turistas y residentes se refleja de forma inequívoca en sus rostros. Hace cinco días que el diluvio no para.
Ayer por la noche, ni los mosquitos se atrevieron a salir. Aproveché la tregua epidérmica para ver en el portátil un dvd que me ofrecieron hace poco: Born into Brothels. Bendita lluvia. Una norteamericana, bastante atractiva, decidió llevar a cabo un trabajo fotográfico en el Barrio de la Linterna Roja, en Calcuta, donde se instaló en medio de las prostitutas, en burdeles. Allí se vio confrontada con los niños, hijos de esas profesionales del placer que recibieron su vocación como un terco cromosoma kármico, transmitido de generación en generación. Zana Brisky eligió nueve chavales para enseñarles fotografía, proponiéndoles que retratasen su realidad. Salieron exposiciones, subastas en Sotheby’s, libros, un documental que ganó el Oscar en 2006 y una Fundación: “Kids with camaras”. Recomiendo la película.
De hecho, la miseria tiene un lenguaje propio: colores, olor, polvo…, que conseguí identificar también en Brasil.
Hace unos días, al comienzo de esta portentosa manifestación tropical, decidimos alquilar un coche para visitar la playa del Espelho y también Cariaba, destinos próximos de Arrabal d’Ajuda. A poco menos de la mitad del recorrido, ya en camino de tierra, un crío se aproximó del vehículo, pidiendo que le diésemos un real para comprarle alpargatas a su hermano. Le di unos reales para que se los gastase en aquello que le apeteciera, en lo que le hiciera más feliz, fuese para su hermano o no. Me sonrió e indagó si no queríamos un guía para llegar al Espelho. Le pregunté si no prefería pasear, sin tener que trabajar. Ni más ni menos que ir de excursión. Le invitaríamos a comer, pero no le daríamos más dinero. Quiso saber si podría acompañarle un amigo, otro negrito que estaba tumbado en la orilla, hasta entonces sin inmutarse. Claro que sí, le respondí y para allá nos fuimos todos. Un grupo de lavanderas que estaba al lado, consideró lo más normal del mundo que dos extraños se llevasen a un par de chavales de menos de seis años y nos saludaron sonrientes al arrancar.
A escasos metros, dos turistas, que más tarde descubrimos que eran chilenas, estaban medio perdidas. Nos hicieron señales para que parásemos, pues querían saber si iban bien para el Espelho. Les comenté que tampoco estaba seguro, pero que les cedería encantado uno de los chavales para que les sirviera de guía. Se quedaron atónitas ante lo insólito de la propuesta. Al final, fuimos juntos en comandita hasta la famosa playa y luego a Caraíva. Justo antes de nuestro destino final, cruzamos un río sobre una balsa de remos. Uno de los chicos, el más callado, nunca se había montado en un barco y tampoco sabía nadar. Ni con una empanada de carne y un refresco de guaraná le conseguimos relajar.
Aprovechamos poco la playa, por causa de la lluvia incesante. Nos cobijamos, sin embargo, en una posada con restaurante, donde los negritos se dieron un verdadero festín, sin acabar de creerse lo que le estaba pasando. En medio del almuerzo, aparecieron tres indias pataxós, más pequeñitas si cabe, que ofrecían preciosos collares de simientes a cinco reales. Eran guapísimas, con una sonrisa franca que permitía entrever dientes todavía por nacer. Hicieron torpes descuentos entre ellas al intentar, con inocencia, vender más barato que sus colegas. João no se resistió y compró tres collares con colores combinados con finura y se los colocó a cada una de las vendedoras, que huyeron con una timidez expansiva con el regalo al cuello.
Entretanto, el chaval más introvertido continuaba sin mencionar palabra y medio dormido. El otro nos quiso tranquilizar explicando que no valía la pena, que siempre era igual y que no se trataba de ninguna enfermedad. Al preguntarles qué querían ser de adultos, el parlanchín no dudó: conductor. Su camarada, no sabía. La pareja de chilenas se dedicaba a la investigación, como socióloga y psicóloga respectivamente, aspectos sobre los que nos habían elucidado, en sendas disertaciones sobre semiótica y Fucoult.
De regreso, y ya en la balsa, reparé en las uñas de los pies descalzos de los chavales. Duras, sucias, como garras; incrustadas en una piel que parecía de hipopótamo, sobre contrastadas plantas blancas, pulidas con irónica delicadeza.
Las intelectuales decidieron quedarse en aquel paraíso sin electricidad, quien sabe si para compensar tanta luminosidad. Un poco más adelante, dejamos a nuestros colegas de excursión, que no resistieron y pidieron una propina. João les ofreció unos billetes. Al ponernos en marcha, comenté que quizá hubiera sido mejor en vez de dinero, haberles dado tan sólo afecto, para que hubiesen podido experimentar una ráfaga de amor, sin ningún tipo de compensación culposa. ¡Qué sabe nadie! João encogió los hombros, sonriendo.
Metí primera y completé los veinte quilómetros restantes, sintiendo-me piloto de rally, tal cual un niño que soñase con ser, algún día, conductor.




13. Las quemaduras de Ani

El aspecto más peliagudo al que me he enfrentado en los últimos meses ha sido el alejamiento de mis seres queridos. La poesía, como siempre, sirvió de ayuda y en esta Nochevieja había escrito:

Te quedaste sin entender
porque me fui.
Pero cómo explicarle a alguien
que mi ángel de la guardia
es brasilero.
Siento sus rubias alas
en mi silencio húmedo,
húmedo de ya no pronunciar
jamás
ninguna palabra
que no consiga sambar.
Oxalá Iemanjá
entregue a Xangó,
la saudade que tengo de ti,
para con ella hacer nubes
protectoras de este sol
que siento en mi espalda,
batucando
latidos de amor,
que confío puedas escuchar
en esa pérfida distancia
que tanto insistes en proteger
sin entender.

En ese momento pensaba en Ani, mi hermana más pequeña. El ser que procesó, en la muerte de mi perra, el dolor de nuestra separación, siendo sus lágrimas cuchillas afiladas que se incrustaron en mi alma. Ani fue privada por Dios, con cortesía, de la capacidad de análisis, recibiendo en compensación una inteligencia emocional intuitiva y certera.
Otro ser, cuya elección viene de lejos, curiosamente o tal vez no, tiene el mismo nombre: Ana. La quise antes de su nacimiento, al ser solidario por ósmosis del sentimiento de su padre, a quien conocí en México en un viaje surrealista. Se convirtió en un hermano, cuyo vínculo ha sido un estímulo de aprendizaje para ambos. Con su hija, tuve una extraña sensación. Con pocas semanas de vida, comprobé que me reconocía y lo comprobé repetidas veces al intercalar mi presencia en su crecimiento, hasta la actualidad.
El año pasado, estando aquí de vacaciones, Ana tuvo un accidente en vísperas de la Navidad. Su vestido ardió con una vela mientras jugaba con una amiga y se le coló al cuerpo. Cuando regresé a Portugal, recibí la noticia. Se encontraba en los cuidados intensivos, grave. Tuve el privilegio de poder entrar en la privacidad de unos padres, durante el proceso de restablecimiento de su hija. Recuerdo la complicidad del día que pasé con Ana en el hospital, fingiendo que el enfermo era yo, ante las desconcertadas enfermeras y la perpleja criatura que, con cuatro años, se esforzaba en explicar que la paciente era ella y su veredicto que yo estaba loco.
Antes de mi partida tuvimos una charla. Le dije que debería sentirse orgullosa con su cicatriz, que me mostró sólo cuando la dejó de doler, con sabiduría compasiva, al tratarse de un tatuaje de amor. Amor de unos padres que revelaron una dedicación ejemplar, cariño que ayudó a recuperar milagrosamente algo que parecía no iría a tener retorno. Ana me ofreció sus enormes ojos azules para sostenerme la mirada y abrazarme plena de consciencia.
En el Corujão, un bar que consigue aglutinar historias como pocos, había reparado desde el principio en una camarera que, sin ser del tipo deslumbrante, emanaba una belleza de mui dentro, como dicen aquí en Bahía. Al darme el cambio, noté una marca en su muñeca, me interesé por el tema y replicó que fue motivada por una quemadura. Hará unos diez años, siendo una cría, le explotó cerca un generador eléctrico de gasolina. Estuvo ingresada durante dos meses. Me descubrió su barriga y reconocí la misma textura de piel que en Ana, meses antes. Ella explicó: “Fue un regalo del Cielo, pues era una criatura bastante caprichosa y, a partir de ese momento, conseguí entender que existían fronteras entre el blanco y el negro, donde era posible aprender a vivir. La convalecencia en aquel hospital fue una verdadera lección. Lidié con mi dolor y también con el de los demás. Imagínate que, unos días antes del accidente, habían llevado a un bebé de Eunápolis. Los padres habían dejado una vela a los pies de la cuna, ésta se había caído y había prendido fuego al cesto. Cuando llegaron a urgencias, tenía los pies supurados y se los tuvieron que amputar. Al recibir la noticia, los progenitores la abandonaron sin más. ¿Qué padres pueden hacer algo así? Gracias a Dios, la niña fue adoptada por una señora de Porto Seguro. El otro día me enseñaron unas fotografías y se la veía una niña linda”.
Continuó su relato, con voz serena: “Hubo una chica que vino con el rostro desfigurado, con las pestañas fundidas. Yo, sin embargo, no tuve señales en la cara y tengo orgullo de mi cicatriz, al punto de recusar cualquier plástica. Experimento esta nueva piel de manera diferente, más intensa”. Sin duda, debe poseer una delicadeza especial para los mimos, pensé.
Por el tono de la conversación, me dio a entender que había alguien que dependía de ella y quise saber si era madre. Ella me aclaró: “Soy homosexual y vivo hace un par de años con una chica de Porto Seguro, que tuvo que enfrentar a su familia y entorno para estar conmigo. Por eso tengo que ser fuerte, para ayudarla con mi fuerza”.
Le pregunté entonces cómo se llamaba. Ani, me respondió. Un escalofrío me sacudió todo el cuerpo, como si mi piel fuese de lagarto y expuesta a la intemperie.
“Você é linda”, Ani, afirmé.
“Você também é”. Y me dio un beso. El único que recibí en mi primer carnaval bahiano.




14. Ixtaliy, una pieza poderosa

Si el poder de una mujer tuviese alguna relación con la sensualidad y determinación de sus movimientos, Ixtaliy sería una sacerdotisa por su precisión litúrgica corporal. Ella es bella y lo sabe, aunque talvez no tenga plena consciencia. Precisa mantenerse en guardia, como hembra poderosa cuya supervivencia depende de su constante estado de alerta.
Sus ropas parecen elegidas en el más allá: insinuantes, provocadoras, armónicas, simples. Debe fomentar no poca ira entre sus rivales de género, al obtener de manera tan espontánea e inmediata aquello que toda mujer anhela: seducir con naturalidad, como quien no quiere la cosa. Ixtaliy lo consigue, y lo sabe, aunque talvez sin plena consciencia.
Fue la primera mujer que habló de mis ojos en Bahía. Talvez para que reparase en los suyos, o talvez no porque es difícil ignorar su tonalidad verde pulida, como los cristales semipreciosos con los que arma collares y joyas, que vende por todo el mundo.
Nos presentó Antonella en una fiesta, pero sólo unos días más tarde fue hoy cuando conseguimos conversar con calma. Para variar, en el Corujão.
En un momento determinado, me enseñó un libro que incluía una baraja de aspecto enigmático. Me explicó que se trataba de naipes que representaban diferentes llamadas de atención para un conjunto de actitudes, que se complementaban con los consejos prácticos referidos en el libro. Pidió a los allí presentes que escogiésemos una carta y comprobásemos lo que el destino quería indicarnos en ese instante. Lo curioso es que esa porquería tuvo su gracia.
En la caja donde guardaba sus bártulos esotéricos, había una imagen de Nuestra Señora de Guadalupe. Al reparar en ese detalle, me hizo un comentario de complicidad, presuponiendo idéntica devoción por mi parte. Hace poco, me desprendí de cualquier tipo de simbología religiosa, más en concreto de la iconografía católica, y así se lo hice saber. Ella mudó de registro y argumentó que la Virgen de Guadalupe iba más allá, pues materializaba la representación de la diosa tierra para los indios mexicanos. Fuerza poderosa, anterior y superior. “Ella fue mi instrumento para llegar a Dios”, aseguró convencida. Ese fue el punto de partida para una fascinante historia que superó, o talvez no, las de mi fértil imaginación.
“El momento más angustioso de mi vida, comenzó a relatar, fue cuando perdí a mi hija. Estaba pasando una temporada con su padre, que había combinado entregármela en un par de meses y ya habían transcurrido seis sin que diera la más mínima señal sobre su paradero. Estábamos separados hacía algún tiempo. Le había conocido en Sao Paulo en la época que yo estudiaba filosofía. Me alucinó ver un hombre en la calle trabajando con primor el alambre, creando genuinas obras de arte. En ese momento tomé la decisión, consciente, de enamorarme y juntarme a él, pues supe que tenía mi destino en las manos”.
Ixtaliy me contó que hay una ruta de artesanos en América Latina, de Chile a México, que atraviesa una senda ancestral, donde los vendedores van parando para ofrecer su mercancía. Ya la había recorrido cuatro veces. El padre de la criatura debería de estar en algún punto de ese camino, con más de diez mil quilómetros.
Un día me levanté con la decisión de ir a buscar a mi hija, que tenía apenas cuatro años, prosiguió la narración. Estaba en Guatemala y fui en dirección a Colombia. Al cabo de una semana, una señora reparó en mi estado y me advirtió que no podía cargar un fardo tan pesado, que tenía que entregarle a Dios esa carga. Me dio una imagen de la Virgen de Guadalupe y, por la noche, hice una oración desde el fondo de mi alma: “Señora, dame luz y clarividencia para encontrar a mi hija, o fuerza y coraje para aceptar la probabilidad de no ser así, si eso fuera imprescindible para mi proceso”. Al día siguiente, me sentí más leve y tropecé con un colega artesano, conocido de otros viajes, que me habló enseguida de la casualidad de haber estado con mi antiguo compañero en Perú, pocas jornadas atrás.
Ixtaliy preguntó por su hija, pero el tipo nada sabía de ella. Le informó, sí, que el susodicho se encaminaba a Venezuela, lo que permitió que la esperanzada madre evitase entrar en Ecuador. De esta manera, en menos de una semana dio con ellos.
Ixtaliy se puso echa una fiera ante la irresponsabilidad del progenitor, con ganas de golpearle, aunque feliz por el reencuentro. Expuso que estuvieron en juego el sufrimiento de tres madres, pues las abuelas anduvieron ambas de los nervios. El espécimen no estaba para reprimendas y decidió salir esa noche puesto que no tenía que cuidar de su hija, y así podría beber sin problemas. Esa madrugada apareció deshecho después de una reyerta nocturna que lo dejó echo polvo.
Ixtaliy regresó por el Caribe trabajando como cocinera en el barco de unos gringos, que le propusieron seguir viaje hasta Florida. Les había conocido mientras vendía sus joyas en un puesto callejero. Le ofrecieron la mitad de lo que pedía por todos los collares, pero prefirió conservarlos que malvenderlos. Al día siguiente, le sugirieron llevarla navegando a cambio de los collares y de trabajar como grumete. Respondió contundente: o collares o trabajo. Acabó embarcando con la finalidad de organizar las comidas y la limpieza a bordo, por supuesto con la niña.
Desembarcó en Belice donde le esperaba su novio mexicano. Descubrió, en aquel momento, que había realizado toda esa aventura embarazada. El mismo día que comenzó a germinar su frijolito, como ella le llamaba, tomó la resolución de iniciar su particular odisea. Una vez más, sin plena consciencia.




15. Carnaval e Mosquitos

Puedo prometer y prometo, fue una de las frases que marcaron la transición española. El primer presidente del gobierno democrático, Adolfo Suárez, la utilizó con disciplinada fijación. Rindiéndole un cariñoso homenaje, puedo prometer y prometo, que no elegí Brasil ni por el Carnaval, ni por el fútbol, ni tampoco por los mosquitos y demás insectos. ¡No!
Acabaran de sonar los últimos acordes de axé en Arraial, ya en la madrugada del miércoles de ceniza, pero no estaba en condiciones todavía de cantar victoria, pues se escuchaba, como en la prueba de compra de un equipo de alta fidelidad en Fnac, el entusiasmo de los diferentes aborígenes con micrófono, al otro lado del río, en Porto Seguro.
Se vanaglorian aquí en tener el más dilatado carnaval de Brasil, ya que se prolonga un fin de semana más de lo normal. Éramos pocos y parió la abuela, pensé. Estas fiestas son una prueba de resistencia de cojones. Para los adeptos, porque son diez días sin parar de bailar, encima con la cantidad de agua que no ha parado de caer un solo minuto; pero, para los sufridores, pienso que es difícil imaginar un mecanismo de tortura más eficaz.
Una de las conclusiones que saqué, yo en mi perspicacia, cuando hice el Camino de Santiago, es que el cuerpo precisa de descanso, sobre todo como colofón de una jornada de desgaste. También me di cuenta de la eficacia de los tapones para los oídos, después de constatar que la capacidad torácica de algunos homínidos podría competir, y ganar, con las más ensordecedoras especies de la creación. Para estos días, no se ha inventado todavía ningún tapón que resulte eficaz. Las vibraciones de los graves circundantes conseguían retumbar en mi cuerpo cual demonio en Linda Blair.
Tuve algunas dudas a la hora de decidir donde pasaría el Carnaval, mi primero en Brasil. Opciones no faltaban, desde luego: Rio de Janeiro, Salvador, Olinda o aquí mismo. Todo el mundo me daba su corazonada, cada cual más impetuosa y contradictoria que la anterior. Poco a poco, me fui irritando con el presupuesto preciso para aprovechar estas fiestas con un mínimo de seguridad, siendo como soy un pedazo de gringo, sinónimo a abatir en esta selva de diferentes registros. Tanto los camarotes, cuanto las vestimentas necesarias para entrar en cualquiera de las agrupaciones, que aquí llaman de abadás, estaban a precios absurdos. Por no hablar de los hoteles, capaces de multiplicar por diez sus tarifas habituales. En fin, que me quedé en Arraial, en mi casita japonesa con paredes en papiro.
La moda del tunning también ha hecho furor en Bahía, sólo que aquí con un toque de tipicidad: los buffers y los altavoces los colocan para fuera y no para dentro del coche. En las proximidades de la casa zen, parecía que se celebraba un concurso mundial de decibelios automovilísticos. Decidí entonces seguir la máxima de si no puedes vencer a tu enemigo, júntate a él. Eso hice. Me metí dentro del traje de baño, calcé las zapatillas y me dirigí a la parada de autobús más próxima, abierta 24 horas durante los festejos. Después de veinte minutos esquivando agujeros, más el tiempo equivalente en la balsa esquivando olas, desembarqué en Porto Seguro, como Cabral cuando descubrió Brasil, aunque en mi caso a las cuatro y media de la mañana.
Todavía estaba funcionando el llamado trío eléctrico, si bien no había público en consonancia para tamaño escándalo. El personal se dividía básicamente en hooligans, dando bandazos como síntoma de sus borracheras, y en vendedores ambulantes, ora de cualquier tipo de comida indigesta imaginable, ora de cócteles de zumos naturales preparados con destilados de quinta dimensión.
La mayoría de las garotinhas que andaban sueltas, tenían mucho que sambar para completar la mayoría de edad. Todas deliraban y reproducían coreografías con letras tan estimulantes como: “perereca vai, perereca vem, segura a perereca e não dá ela pra ninguém...”. Y no fue precisa mucha imaginación para descubrir qué coño era la tal perereca, que va y viene y hay que asegurarla para no dársela a nadie.
Sintiéndome ajeno a tan desolador delirio, por tres veces, en intervalos de diez minutos, me dieron panfletos con idéntico mensaje: “A prática sexual com menores, no Brasil, é crime punida por lei”. Huelga la traducción. La situación era grotesca. Casi todas las mujeres que estaban contorneándose a mi alrededor, con vestimentas mínimas e insinuantes, no llegaban a los dieciséis años. Así que pensé que lo mejor sería hacer el camino de regreso a casa, sin levantar muchas sospechas.
Quienes no disimulaban su felicidad eran los mosquitos, ante tanto cuerpo suelto. Descubrí que, tal como yo acertaba en un número determinado de variedades de vino, cualquier bahiano distinguía un sinfín de insectos de apariencia insignificante, aunque sin llegar a estar penados por la ley: pernilongos, borrachudos, mosquito-prego, muriçoca, fincudo, carapanã... Diferentes denominaciones para hijos de puta que no te dejan dormir.
El otro día, hasta hubo un gracioso que me dijo, cuando le mostré mis piernas acribilladas: ¡Ah! Eso son picaduras de preguiçoso”. Muy perezosos no deben de ser, pensé, porque no me han dejado de joder durante toda la noche. En esas horas interminables que pasé tumbado en la cama, mirando para el infinito, sin ninguna gana de moverme, tarareando perereca vai, perereca vem, segura a perereca e não dá ela pra ninguém!



16. El perro se continúa rascando

De todas las personas que he encontrado en este periplo, hay una que reconocí de otras vidas. Es más, tengo la extraña sensación de que ya fui él. Desconozco si los espiritas y demás teóricos de la reencarnación consideran esa posibilidad.
Podrán pensar que se trata de simples coincidencias; desde luego, están en su derecho. Pedro tiene tres hijos: dos niñas y, entre ambas, un chaval. Yo también tengo dos hermanas y soy el del medio. Sus hijas se llaman igual que mis hermanas: Teresa y Ana María. Su hijo no se llama Alfredo, pero tiene el nombre de mi padre y mi abuelo materno: Luís.
Escalofriante fue el día que reparé en un retrato de la madre de Pedro, cuando era joven: igual a las fotos que guardo de la mía, fallecida treinta años atrás. Tragué saliva. Se llama Dulce, y lo es de verdad. Su caniche miniatura huele a polvos de talco y lleva lazos rositas. Es Dulcinha, que llora de felicidad cuando le hacen mimos.
La historia comenzó de la siguiente manera. Al poco de llegar a Brasil, recibí una llamada de mi amigo Luís, un Casanova con corazón de oro, preguntándome dónde estaba: Acabo de aterrizar en Sao Paulo, respondí. Entonces, hazme un favor, entra en contacto con el Arara, anota el número. ¡Para el carro! ¿El Arara? -reclamé. Él fue contundente: ¡Joder, no la líes y llama, coño! Como para llevarle la contraria, pensé. Me imaginaba que se trataría de un tipo de la edad de mi padre, porque varios amigos comunes ya me habían hablado de él, como uno de los responsables por el giro que dio Trancoso, transformándose en un destino de moda. No tardé en descubrir que teníamos la misma edad.
En la escuela le llamaban Arara por su risa contagiosa, y Arara se quedó. Él es la prueba viva del poder que ejerce la sonrisa. Con el tiempo, llegué a verlo en situaciones límite en que, de forma inesperada, mudando su rictus facial, reforzaba más todavía su contentamiento, virando una tarea que roza lo imposible resistir su encanto, aun tratándose de meros antojos.
Mantener una charla con principio, medio y fin, es una quimera. Pedro está siempre atento a todo lo que sucede a su alrededor y no se permite perder el mínimo detalle. Expectante, procura con avidez sustento para su risa o víctimas para su seducción. El móvil se transmuta en una entidad irritante en sus manos, pues no sólo está siempre recibiendo llamadas, como está viciado en el envío de mensajes escritos, estimulador de su constante estado alterado de conciencia en forma de buen talante.
Pedro trabajó durante años en el mercado financiero. Como divertimento abrió una pequeña tienda de decoración en Trancoso, con muebles y artesanía brasileña. Se sentía desajustado en su profesión y, a principio del nuevo mileno, fue tentado por un millonario con casa en Trancoso, para centrarse con determinación en ese proyecto, creando la marca Arara do Brasil y abriendo una serie de tiendas en Sao Paulo.
Pedro adora el contacto con el público, tener gente a su alrededor, pasto para su particular estado de euforia contagiante. De ahí que también sea socio de un restaurante en Sao Paulo, donde marcamos nuestra primera cita. El espacio era tan encantador, cuanto miserable la comida.
En el café, no dispensó cuarenta minutos de conferencia con una novieta que se había echado en Barcelona, al tiempo que me lanzaba guiños de complicidad, quien sabe si por tratarse de una compatriota.
Nos volvimos a encontrar en Trancoso, después del Carnaval. Pedro me comentó que tenía un almuerzo, al día siguiente, en casa de su hermana y me invitó como pretexto para presentarme a su grupo de amigos y familiares. Me ofrecí para echar una mano en la cocina, aportando así mi granito de arena.
Esa noche me quedé a dormir en su casa, en el Quadrado. Allí me encontré con Dunga, un perro labrador que padece una dermatitis puñetera, con cierta componente somática, pues su angustia por rascarse aumenta hasta límites de sangrar, ante la presencia esporádica de su amo. Desespera ver a un ser vivo en ese estado. Al principio pensé que se trataría de algún tipo de parásito y me vino a la cabeza la imagen de Brasil, vampirizado primero por sus descubridores y más tarde por los propios brasileros, sin demostrar interés por ningún tipo de remedio que alivie tamaña aflicción.
En la tal comida conocí a Beatriz, hija del anterior Presidente de la República. Conversando, me contó que trabajaba en una ONG, orientada a la alfabetización de áreas del Norte de Brasil. Emanaba un hechicero equilibrio de fortaleza y vulnerabilidad. Me quedé con su cara.
Pedro, entre tanto, se interesó por dónde me iría a instalar y a qué me dedicaría. Antes de tomar cualquier decisión, quería pasar una temporada en Trancoso, para aclararme. En Arraial d’Ajuda había acabado hasta los cojones, después del Carnaval. Estaba precisando de calma y de disfrutar del sosiego del Quadrado. En lo tocante a la parte profesional, apenas había comenzado a escribir y le comenté que talvez hiciera algunas cenas, previa reserva, sirviendo un menú degustación que variase según los productos; aunque eso sería después de asentar.
Pedro me ofreció un apartamento, medio abandonado, que tenía encima de la tienda de decoración y me pareció estupendo.
Me dijo que tenía el proyecto de recuperar las últimas casas del Quadrado, con una inmejorable vista de mar, creando un sistema intermedio entre turismo rural y posada. Me sugirió que llevase a cabo el tal proyecto de las cenas allí, sin cualquier compromiso. La invitación quedó en el aire. Me confesó, además, su preocupación por el restaurante de Sao Paulo, donde no conseguía llegar a un acuerdo con sus socios sobre el tipo de comida, colocándose la cuestión de poder prestarle funciones como consultor. Lo consideré adecuado para mantener un helo con la ciudad que tanto me había gustado.
La mañana siguiente Pedro regresaba a Sao Paulo, pero antes apareció Dona Gloria, una vieja comadrona trancocense, que se tornó bendecidora o rezadeira, como le dicen aquí. Ejecutó una especie de ceremonia de limpieza para mi nuevo amigo, utilizando algunas hiervas de su huerto. Me picó la curiosidad y charlé bastante con ella. Dona Gloria ya había asistido a varios programas de televisión brasileños, incluyendo Gran Hermano donde trató a una de las concursantes. Estaba encandilado por sus historias, cuando me soltó: ¿Sabe cuál sería la ilusión de mi vida? Tener el don de leer y escribir. Repliqué que don era lo que ella tenía, que leer y escribir no era sino una cuestión de aprendizaje y perseverancia. Yendo un poco más lejos, si ella quisiera de verdad, yo le enseñaría con gusto. Ahí le conté la historia de mi amiga ciega, a quien un día le pregunté si, con los avances médicos, no podría recuperar la vista. Me aclaró que existía esa posibilidad, pero que ella funcionaba a la perfección sin necesidad de ver y que había desarrollado otras capacidades, por lo que no estaba interesada en ser confrontada con colores e imágenes a esta altura del campeonato. Recomendé a Dona Gloria que recapacitase la cuestión, porque existiendo diferentes tipos de lenguaje para relacionarse con el exterior, ella ya había desarrollado el suyo que, tal vez, podría sufrir interferencias con el nuevo aprendizaje.
De regreso a Arraial, aproveché el taxi que dejaría a Pedro en el aeropuerto. Allí, en la fila del mismo vuelo, estaba Beatriz. Le pedí su contacto y le conté de la rezadeira. Me aconsejó entonces que comenzase con cosas básicas, como enseñarle su propio nombre o el de sus hijos. Bueno, con eso tendríamos paño para mangas, porque parió ni más ni menos que dieciocho.
A los pocos días, me presenté en su casa, dispuesto a darle la primera clase. Ella me dejó más de una hora esperando, hasta que me pareció caricato y me largué.
Mientras tanto, el perro se continúa rascando.



17. Saudades no correspondidas

Por enésima vez intenté resolver el problema de internet y, de nuevo, fue inútil.
Después de haber ponderado la inversión necesaria, entré en la tienda de la operadora Vivo, de Trancoso, decidido a comprar una placa de módem para mi portátil. Esa solución me permitiría, en teoría, navegar por todo el territorio brasileño, sin límite de capacidad, por una cota fija. Hechas las cuentas, valía la pena. A la dependienta la importaba todo tres leches. Cuando le pregunté si vendían las placas, me respondió que sí, pero que ahora estaban agotadas. ¿Tiene noción de cuándo llegarán? -indagué. !Ni pajolera idea! Mañana me voy de vacaciones –me aclaró. Talvez las tengan en Porto Seguro, aunque puede ser que también estén agotadas –continuó en su discurso categórico. ¿Y no la importaría preguntar si de verdad lo tienen? ¡Uiiiiiiiiii! Sería genial, ¿verdad? Pero, como le acabo de decir, mañana me voy de vacaciones y, por eso, hemos cortado el teléfono –remató. Una vez más, a pesar de haber tomado la decisión de solucionar la porquería de la conexión de Internet, reconocí la habitual sensación de impotencia.
Me alejé un poco del Quadrado para entrar en un cyber en una zona más popular, donde el coste de acceso a Internet es más económico. Abrí mi buzón de correo y leí un mail de mi amigo Vasco con el asunto: Saudades no correspondidas. Con sentido del humor, me recriminaba por, en lo últimos dos meses, no haber dado señales de vida: “No me creo que no tengas todavía teléfono, que no exista una manera de contactar contigo, que no me eches siquiera la mitad de menos que yo de ti… ¡Haces falta, cabrón!”, terminaba de manera, hay que suponer, afectuosa.
Respondí centrándome en la parte burocrática, explicándole como algo tan simple como el chip de un móvil se llega a convertir en un verdadero calvario. El hecho de haber andado por Rio y Sao Paulo en las últimas semanas había complicado, más si cabe, dicha comunicabilidad, una vez que cada Estado de Brasil funciona como si fuera un país (diferente) en Europa, pagando roaming por cada llamada realizada o recibida, en cuanto se ha salido del municipio del Estado donde se firmó el contrato. En fin, una locura.
Ese asunto de las saudades me hizo reflexionar. De hecho, su saudade no era correspondida, porque no consigo sentir saudade de nada ni de nadie. Ni siquiera de mi perra, Doxy, que murió un mes antes de venir a Brasil, después de catorce años de una intimidad inmensa; ni siquiera de mis queridas hermanas o de mis amigos más próximos; tampoco de mi madre, por entrar en el universo de las almas que ya se desligaron del cuerpo mortal.
No consigo sentir saudade porque no quiero ni encaro más el amor como una posesión. No consigo sentir saudade porque creo en el amor que experimento en cada momento, aun distante; porque el cariño de los que me aman está en mí, en mi respirar, en ese levantarme sonriente, en esa voluntad de vivir con plenitud, en esa confianza en la Vida que me trajo hasta este otro canto del mundo.
El amor es energía, un flujo que nosotros solos limitamos. Somos nosotros los que necesitamos de etiquetas. La tal ausencia de saudade es consecuencia de una libertad conquistada, de un espíritu sin fronteras, de un bagaje que transporto en mi mirada.
Me encontré para comer, en un chiringuito de la playa, con Jorge e Tita, un matrimonio al que me liga un sentimiento de familiaridad que nos permite entrelazar conversaciones y emociones con identidades saltimbanquis, donde los protagonistas son irrelevantes para el efecto deseado, que permite que nuestra intimidad se riegue con el rocío del otro. Ellos acaban de llegar con un grupo de amigos, para disfrutar de unos días de vacaciones. Estuvo bien tenerlos cerca en el momento que me estaba ubicando en Trancoso.
Por la noche, reservamos mesa en un acogedor restaurante de este pueblecito mágico, O Cacau.
Llegué antes que nadie e hice tiempo en el Bar, bebiendo un zumo de piña con hierbabuena. Reparé en dos mujeres que conversaban mientras extendían paños de una belleza estúpida. ¡Qué maravilla de colores! –exclamé. Y me convidaron a sentarme con ellas. La más joven intentaba vender unos tejidos, que había traído de Costa de Marfil, a la dueña del restaurante, Dora. Esta última me preguntó si era de Valencia. Respondí a su insólita pregunta informándola que se podía ser español sin haber nacido en Levante. Se interesó por el personaje vestido con una camiseta de Ghanesa, la diosa india con forma de elefante que aparta los obstáculos con la trompa. Conté también que había decidido instalarme los próximos meses en Trancoso, para escribir mi próximo libro, apartando impedimentos como la diosa que homenajeaba en mi ropa. Ella quiso saber si estaría interesado en alquilar su casa, pues pensaba ausentarse una temporada. Comentó en seguida que adoraría conocer España y dejó un interrogante en el aire: “¿Sabe cuál sería mi sueño?”. Hacer el Camino de Santiago, afirmé convicto. Se quedó sin palabras. Extraños estos golpes de intuición. Le contenté que yo lo había terminado hacía cuatro meses y, sin sombra de dudas, había sido una gran lección. Dora refirió que su primera caminata consistió en recorrer los casi mil quilómetros que separan Salvador de Trancoso, con un bebé a cuestas. Pero yo no estoy dispuesta a hacer de peregrina para sufrir o martirizarme; si me siento mal, paro y punto –enfatizó. Sería conveniente que fueras con una mentalidad menos determinada, argumenté, porque una de las grandes dádivas del Camino es la de conseguir desdramatizar el dolor, que hace parte de nuestro día a día y, perdiendo ese miedo, todo se torna posible. Cuando llegaron mis amigos, Dora me dijo mirándome a los ojos: Mi casa es tu casa. Y la abracé sonriente
Todavía algo aturdido, comentando con Tita este encuentro, recibí un toque en el hombro. Era Pedro, el hermano del de las saudades no correspondidas. Vino a pasar unos días a la playa y no sabía que me iba a descubrir en Trancoso.
Sin haberme repuesto de la sorpresa, me pasó el móvil donde la voz ronca de Vasco se mezclaba con su asombro y carcajadas ante tamaña coincidencia. Pasados los primeros instantes de charla divertida y confusa, Vasco comenzó a hablarme de lo que estaba haciendo en ese momento, de lo que estaba cenando, de las saudades que tenía de compartir conmigo el vino que estaba bebiendo y saber mis comentarios, o de cómo echaba de menos mi crítica a su vieira con puré de raíz de apio, que estaba saboreando.
En ese momento, comencé a llorar. Y lloré por la amistad, por esa familiaridad preservada que me transportó a algo tan palpable como el placer de los sabores compartidos. Lloré, quizá, por toda esa saudade no correspondida que agudiza tanto mi presente.




18. Fafá de Belém

Pienso en la fase en la que tuve el restaurante en el Casino Estoril como una de las más tristes de mi vida. Prácticamente desde el día de la inauguración, me di cuenta de que había metido la pata. Aun así, me proporcionó algunos buenos momentos y permitió que me relacionase con personas que pasaron a integrar mi particular universo emocional. Una de ellas fue Fafá de Belém.
Fafá iba ir al Casino hacía un cuarto de siglo, a partir del vínculo que estableció con Mario Asís Ferreira, el administrador. Fue éste mismo quien me pidió que prestase especial atención a Fafá, una determinada noche en que iría a cenar a mi restaurante después de la presentación de su último show, donde interpretaba un repertorio de Chico Buarque. La diva brasileña solía ir al Xtoril-Café sola con frecuencia. En ese día la invité para que me hiciera compañía, con la disculpa de catar una serie de vinos para las crónicas que, como El Genio de la Botella, escribía en el Diário de Notícias.
El parloteo fluyó intenso y divertido. Hablamos bastante de su hija Mariana, que estaba dando los primeros pasos en su carrera como cantante. En un determinado momento, recité un poema y me preguntó de dónde lo había sacado. Respondí que era mío. Me pidió más y le dije que no solía memorizarlos; sin embargo, si le apetecía podría ir a casa a buscar más. Le apeteció. Fui y volví en un santiamén y estuvimos casi hasta rayar el alba leyendo, bebiendo y riendo. Ella insistió que si iba alguna vez a Brasil, la buscase en Rio o Sao Paulo y me dejó sus coordenadas. Insinuó que me presentaría algunos compositores y la idea me agradó. Lejos estaba de que se me pasase por la cabeza residir en el otro lado del Atlántico.
Año y medio más tarde, intenté encontrarla en todos los contactos que llevaba conmigo, que no eran pocos, pues incluían varios móviles, fijos y una cuenta de correo electrónico. Fue inútil. Después de varias tentativas frustradas, desistí. Me pareció que si no estaba de Dios, no valía la pena.
En aquella comida que ayudé a preparar en Trancoso, me presentaron a Jorge Mendonça, un portugués erradicado en Brasil, que estaba de vacaciones. En medio del homenaje, sonó su teléfono y no se resistió a participarnos que se trataba de Fafá de Belém. Entonces, pedí que la comentase que estaba al lado de su poeta portugués preferido. Ella de inmediato exclamó: ¡Anda, el cabrón del español! Intercambiamos los contactos y, pasadas unas semanas, nos encontramos en Sao Paulo, en la altura que comencé mi tarea como consultor gastronómico.
La llamé una noche para quedar y ella prefirió que pasara por su casa, pues había preparado una cena para su hija Mariana, a punto de cumplir años. Fue todo fácil y relajado, hasta el momento en que le pregunté por la madre de la prima de Joao. A la cantante le cambió la cara y me preguntó si conocía bien a la susodicha y respondí que sí. Se desencadenó una charla que acabó después de que el resto de los invitados salieran por la puerta. Escuché una retahíla de relatos personales que se entroncaban con personas que me eran muy próximas en Portugal.
Un par de días más tarde, recibí una llamada a las ocho y media de la noche. Era Fafá, convidándome para asistir a una fiesta de disfraces sorpresa, para Mariana. ¡Estupendo!, -la respondí-, queriendo saber para cuándo. Entre carcajadas, me dijo que estaba a punto de comenzar. Mostré mi sobresalto, pues a esa hora resultaba complicado disfrazarme de cualquier cosa que no fuera de mí mismo. Con humor, quiso resolverme la papeleta: ¡Colócate una sábana y ven de fantasma! Como acababa de conocer a una mujer encantadora, que trabajaba como estilista en una productora, la di un toque y, pasado poco tiempo, se presentó con unos complementos de pirata que me sentaban como un guante, ya que tenía la cabeza rapada y barba incipiente.
Entré en la fiesta con poderío, feliz en mi look de Pirata del Caribe, donde no faltaba ni un aro gigante colgado en la oreja. Estuve oteando el panorama durante un buen tiempo, como ave depredadora procurando su presa, en la vieja táctica de elegir en quien deseaba poner la bala, aprovechando que sólo tenía un ojo y no quería desperdiciar munición, pues el esfuerzo sería el mismo que haciéndolo sin criterio. Después de vueltas y revueltas, siempre me detenía en el mismo botín: una preciosa mestiza de rasgos orientales vestida de Lolita, pues iba como una de las protagonistas de la serie Rebeldes. Exactamente lo que era, una chica rebelde esperando a su pirata, para que la rescatase de su mundo de futilidad, ayudándola a cruzar el mar de sus propios miedos. Así surgió el flechazo con la bella y enigmática Satoko, cuando levanté el parche para guiñarle el ojo y ella, haciendo señas con el índice, me incitó a que me aproximara.
Y vaya, si me aproximé.



19. El móvil de Geisa

Aproveché para ir otra vez a Sao Paulo, coincidiendo con una feria internacional de vinos, juntando así lo útil a lo agradable. Sabía que me encontraría con productores, alguno de los cuales con los que tengo sólidos lazos de amistad, como Joaquim y Margarida Cabaço, del Monte dos Cabaços. La oferta de su familiaridad fue un descubrimiento que se tornó conquista, tal como con la llegada de los portugueses a Porto Seguro, quinientos años atrás.
Cuando Margarida me vio llegar, salió disparada del stand para colgarse de mis brazos, ante la mirada compinche de su marido que tuvo que mantener la compostura, mientras rellenaba el catavinos de un potencial cliente.
Les invité a cenar en el restaurante donde era consultor y aproveché para presentar a mi chica. Satoko, que significa mujer inteligente, es de padre japonés y madre indígena. Resultó que también era de Belém, como Fafá. Solía relacionarme con mujeres mayores que yo y era raro lo contrario. En este caso, teníamos veinte años de diferencia.
Durante la cena Margarida disertó sobre la envidiable calidad de vida que se podía conseguir en Brasil, preservándote de ambientes de pobreza y violencia. Reaccioné argumentando que no se podía vivir en este país en permanente estado profiláctico y que había que aprender a torear todas las realidades que aquí nos embisten. Margarida me cuestionó sobre Trancoso y entonces afirmé que, en un lugar tan pequeño como ése, se manifiesta todo Brasil. Trancoso tiene favelas, y no pocas, desigualdad social, sensualidad, pobreza y manifestaciones de consumismo tan irritantes cuanto inevitables.
No resistí hablarles del caso de mi asistenta. Geisa es el prototipo de mulata bahiana, sólo que en grado superlativo. Delicada, hasta los deditos de los pies parecen hechos por encargo. Tiene una manera de andar, de moverse, perturbadora. Diría más aún: profundamente perturbadora, parafraseando a Hernández y Fernández, los inspectores gemelos de Tintín. Ella no llegó nunca a entender el por qué de mi distanciamiento, que pasó en todo momento por preservar la privacidad de alguien que trabajase para mí, cualquier que fuera su cometido. Como sería que hasta se me pasó por la cabeza dispensarla. Estoy convencido que me tilda de maricón, para así conseguir digerir tamaña indiferencia; aparente, pero indiferencia, a fin de cuentas. Por eso, la llegada de Satoko para pasar un fin de semana conmigo, la sacó de sus casillas. Al punto de no resistir soltarme: Y este negocio de las visitas, ¿va a convertirse en una costumbre?
El apartamento prestado, en medio de la tienda de decoración, me otorgaba un componente de escenografía teatral que ni a propósito lo hubiera soñado mejor. Geisa era prima de una de las empleadas que limpiaba el bazar y me la recomendaron como la persona adecuada para mantener en orden mi habitación. Una hora al día sería suficiente. Geisa me propuso un valor y no resistí negociarlo. Aceptó mi contrapropuesta, sin rechistar.
Al segundo día de ejercer sus funciones, la noté algo extraño, transmitía una tristeza profunda. Quise saber si podría ayudar en alguna cosa y me contó que estaba embarazada, que era lo que había sospechado. Lo que no se me había pasado por la cabeza era que, con diecisiete años, fuera madre de dos niños. Tuvo el primero a los doce, que pesó kilo y medio al nacer. Dejó de estudiar por la necesidad de ponerse a trabajar y porque los profesores se ausentaban más incluso que los propios alumnos. Indagué sobre el nuevo progenitor y me comunicó que se trataba de un extranjero que no merecía siquiera tener conocimiento de su paternidad. Sin embargo, salía con otro muchacho que, consciente del percal, estaba dispuesto a asumir al pequeño e incluso la había pedido en matrimonio. Me interesé por sus otros dos hijos. Fue cuando Geisa me dejó de piedra. Vivían con la abuela, la madre de Geisa, y con su ex marido, el padre de las criaturas. Por ese motivo, había salido de casa y vivía con su prima en un cuarto alquilado. Alegaba: “Fui yo quien le puso de patitas en la calle; por eso, ¿cómo puede irritarme que él pretenda ser feliz, aunque sea con mi madre? En cualquier caso, me siento rara.
Estaba echa un lío y quiso saber mi opinión. “Tener el bebé, implica consecuencias; no tenerlo, también. La decisión es suya”. Al final de la conversación, decidí aumentarla el sueldo. Es cutre vivir en este país queriendo eludir en todo momento cualquier confrontación.
Un par de días más tarde, Geisa me interpeló pues tenía un asunto delicado que comunicarme. Pensé en un eventual apoyo para abortar, o no. Comenzó marchándose por los cerros de Úbeda. “Usted viaja mucho, ¿verdad? ¿Y no le gustaría estar en contacto conmigo, cuando esté fuera?”. Respondí que sí, sin saber muy bien a dónde quería llegar. Me lo aclaró con un esque. “Es que acabo de ver un móvil que me encanta y quería pedirle un adelanto. Son quinientos reales”. Eso implicaba un par de meses de su trabajo, con dos críos, otro de camino y encima con una enfermedad degenerativa en los huesos. Le dije que, desde luego no me parecía un tema prioritario, pero que me lo pensaría. En los días venideros, combinó minifaldas imposibles con la persistencia de argumentos, como que yo podía y que ella lo deseaba mucho. Por fin, decidí aclarar mi postura: “Estoy muy contento con usted, limpia bien y me agrada su presencia, pero excuso sentirme forzado por caprichos dispensables. Dicho esto, si quiere continuar conmigo, todo bien; si decidir lo contrario, todo bien también”. Ella continuó.
Una onda de reflexiones me asaltó día y noche. No había mentido, lo que hubiera podido resultar bien más eficaz. El deseo y la insatisfacción consumista habían ganado una nueva víctima, como me había pasado a mí durante años sin fin. Vivir en una casa humilde, pasando a diario por tiendas con vestidos que cuestan diez veces tu salario, es perturbador para cualquiera. Pretender compensar limitaciones y angustias atesorando objetos, más o menos inútiles, suena como la fábula de la mayor parte de mi existencia. ¿Qué derecho me amparaba para juzgar o dar un sermón paternalista, que amansara mi conciencia?
Quería resolver esta papeleta y no sabía cómo. Satoko, sabiendo del dilema, me regaló un móvil viejo, que precisaba de un pequeño arreglo. ¡Oro sobre azul!
Cuando regresé a Trancoso, le di el aparato bien empaquetado y ella lo aceptó, desconcertada. Quién sabe si porque el fruto de su perturbación ya se le había escurrido, voluntariamente, entre las piernas, reduciendo el tamaño de las mamas y de su ombligo con piercing. ¿A quién llamar ahora? ¿A quién cantarle nanas? El ser que tanto esperaba escuchar su voz, se transformó en coágulos de sangre y sirvió como abono de coqueros.
Durante meses, Geisa no consigue dormir. Un sollozo de bebé resuena dentro de su cabeza, cada vez que el descanso reclama sus derechos.




20. El cementerio de Budapest

Ya en la adolescencia, en repetidas oportunidades llegué a plantearme seguir la carrera diplomática, pero siempre me topaba con la misma limitación: mi dificultad para los idiomas. Unamuno decía que el español habla con acento patriótico todas las lenguas. Y ahora resulta que hablo, escribo y sueño en portugués. Eso sí, sin llegar a disimular mi particular acento. En cualquier caso, acabé por padecer un efecto perverso. Por tratarse de idiomas tan semejantes, se estableció un enigmático sistema de vasos comunicantes, así cuanto mejor me expreso en la lengua de Camões, peor lo hago en la de Cervantes. Aunque parezca una tontería, me generó conflicto a la hora de dejar Portugal para venir a Brasil, pues existen matices significativos y diferenciadores en la gramática y sintaxis de ambos países, con el riesgo de enredar, más todavía, el dichoso mecanismo compensatorio. En fin, nada como confiar en el destino.
Resulta curioso que las primeras colaboraciones de prensa que he recibido desde que me radiqué en Bahía hayan sido españolas, teniendo en cuenta que mi carrera como periodista se desarrolló en Portugal, durante los últimos quince años. Una de ellas, tiene su gracia, consiste en enviar reportajes sobre restaurantes extranjeros para Metrópoli. Comencé por algunos portugueses, seguí con los que experimenté en Rio y, sobre todo, con los de Sao Paulo, destino que se reveló una verdadera lección de humildad gastronómica. También demostraron interés por aquellos que había visitado en Europa, en la tournée que hice para despedirme de algunos amigos.
De esta guisa, recién instalado en Trancoso, mientras aprendo a convivir con mi propia transpiración de la manera más natural posible, acabo de terminar una crónica sobre un bistró de Tokay, en Hungría, que descubrí con Francesca, seis meses atrás. El siguiente texto lo escribí en Lisboa, al regresar de aquél episodio:
«Decidí dedicar este domingo a pasear por Lisboa, cual despistado turista, para combatir la falta de curiosidad y entusiasmo que, con tanta frecuencia, provoca la rutina. Fue de esa manera, deambulando por el barrio de Alfama, que acabé por entrar en el Teatro Tavorda, después de haber descendido del Castelo de São Jorge. Por coincidencia, se escucha en la estereofonía del Bar “Lua de São Jorge”, en la voz de Caetano Veloso, lo que refuerza la seducción estética producida por la luz crepuscular del Otoño y el nacimiento de la luna, como una pelota de ping pong iluminada, sobre los tejados desgastados de una ciudad agotada por tanto lamento.
En la entrada, recién he visto una exposición de fotografías que tienen como tema el Cementerio de Budapest, que recorrí pocas semanas atrás con la seductora Bety.
Fui a Hungría para escuchar los silencios de la mujer que tiene lo ojos del color del mar sin sol, que miran más para dentro que para lo que les rodea, como penumbra sedienta de luz en un cuadro de Caravaggio. Francesca nació en el exilio, en Italia, con el temor a los hombres, como quien viene al mundo con pecas. Ese miedo, temprano atrajo miradas y roces indeseados. Ella consiguió aproximarse de mí, porque reconoció mi lado femenino, estableciendo una complicidad familiar de otras vidas, acogiéndome como si fuera su mejor amiga. En esa estadía escribí para ella, y para mí, el siguiente poema:

Balbuceos de bebé
salen de mi boca
para despertar tu sonrisa,
la misma que quedó prisionera
en aquella oscuridad sin llave
cuando fuiste mordida
por el monstruo
que se alimenta
con tozudez
de inocencias despistadas y confiantes.
Yo consigo rescatar esa luz
a través de tus ojos
a través de mis ojos
en ese idioma
de juegos infantiles
que surge
cuando siento tu respirar
el dobogó
de ese corazón travieso
escondido
debajo de una almohada
de plumas de ángel
y pólenes de abejas reina
con aromas de esencia
de las nobles simientes de tu tierra.

Budapest, a veintiocho de Agosto de 2006

Un poco para protegerme y protegerse también a sí misma de mi embelesamiento incipiente, Francesca hizo hincapié en que conociese a su amiga Erzsebet, Bety para los amigos.
Bety nació y creció, a diferencia de Francesca, sin ninguna alarma frente a lo masculino. Talvez, por haberlo hecho siempre en el país que sus antepasados ayudaron a construir, desde posiciones de privilegio. El mismo país que se tuvo que reinventar durante el siglo XX, hasta lo absurdo, llegando a puntos de identidad nacional cada vez más efímeros. La muerte de Puskas, por ejemplo, produjo un sentimiento de orfandad entre los magiares difícil de entender, desde naciones saciadas de referencias patrióticas.
Proyecté en Bety, como era de suponer, ese deseo que Francesca fingía ignorar, hasta para ella misma. “Me gustaría conocer Budapest a través de tus recuerdos”, sugerí. Deseaba pasear por los rincones que la habían cobijado y ayudado a desenvolver esa personalidad pícara y cosmopolita, cimentada en cuartos cenicientos, donde se dormía en sábanas de hilo con escudos bordados.
El dominio de la frivolidad, como mecanismo de protección de una inocencia violada por la omisión, me sedujo tanto en Bety como su cuerpo de precisión y olor aristocrático.
“Mañana podríamos vernos al mediodía, en la puerta principal del cementerio”, indicó Bety, chocada por un grado de exposición tan imprevisto e inmediato, con el extranjero con el que se comunicaba en un inglés imperfecto, no en tanto eficaz.
Crucé, pues, la ciudad caminando desde el apartamento de Francesca hasta nuestro punto de encuentro. Budapest proporciona contrastes urbanísticos como pocas ciudades que conozco, pues convive la total ausencia de estética del racionalismo de la arquitectura comunista, con palacios deslumbrantes residuos del Imperio Austro-Húngaro, ya en estado decadente, ya recuperados con primor, junto con edificios de trazo vanguardista chocante. El cementerio era un remanso de paz, parado en el tiempo. Uno de los raros lugares que apenas ha sufrido alteraciones en las últimas décadas y que preservaba, casi intactos, destellos de su esplendor. Estaba dividido por sectores, destacando la parte gitana, la judía y los panteones de las familias tradicionales, verdaderos libros de historia, con letras de piedra y páginas de floresta atrevida.
Erzsebet me mostró sus orígenes a partir de catedrales en pequeña escala. Me confesó que era ahí donde solía refugiarse cuando la vida se mostraba carente de sentido, durante su pervertida pubertad. Envueltos por aquel silencio, me fue contando las ganas que tenía de fundar una escuela privada elitista, cuando sentí una irreprimible necesidad de besarla, por primera y única vez.
Al día siguiente, regresé a Lisboa, dispuesto a ultimar los preparativos para viajar al Nuevo Mundo».





21. Los ojos de Michele vienen de lejos

Cuando era pequeño escuché un cuento que, sin ser muy infantil, es extraño que se me haya quedado retenido en la memoria; aunque puede ser que sea por eso mismo. Cuando las empresas de petróleo americanas llegaron a China, a principios del siglo XX, hubo una compañía que adoptó la estrategia de regalar lámparas como innovador programa de fidelidad. Fueron pasando los meses y la tal multinacional no vendía un galón. Cuando los directivos indagaron la causa del fiasco, se dieron cuenta de que nadie dudaba de la calidad de sus candiles; pero, en la altura en que los distribuyeron, la competencia había proporcionado gratis el petróleo para rellenarlos. Cuántas veces enfocamos nuestro esfuerzo en estrategias de aparente lógica, en vez del objetivo en sí mismo, dispersando nuestra energía.
En esta fase de reformulación de vida, pretendo evitar reincidir en esa actitud y voy a intentar ser honesto con mis prioridades; bien simples, por cierto: vivir con intensidad, tanto la tristeza como la alegría, requisitos imprescindibles para intentar ser feliz y hacer feliz a los demás, a través de mis obras y también de mis buenas razones.
Dispuesto a emanciparme de la etiqueta de crítico de gastronomía y vinos, mi actividad profesional en los últimos quince años, consideré evitar ese tipo de colaboraciones en Brasil, lo que todavía resulta complicado en Europa. Apostaría entonces en alternativas más personales y creativas. Pensé en reproducir algo semejante a los perfiles psicológicos, publicados unos meses atrás en el Diário de Notícias, después de citas informales con diferentes personajes de la vida pública portuguesa. Así surgió la oportunidad de escribir sobre Michele, que en aquel momento salía con Pedro el Arara, utilizándola como cobaya para mostrar una crónica tipo en algunos medios de comunicación brasileños.
Quedamos para cenar y, esa misma noche, salió este texto:
«Los ojos de Michele vienen de lejos. Eligió su color inspirándose en dos elementos: el mar y la melancolía. Habrá quien consiga mirarla y repare primero en ese gris azulado, que se encuentra más fácil en mares de aguas profundas, en mares de aguas frías, que reflejan nubes de fin de tarde, que en las aguas del trópico brasileño donde nació. Mas habrá también quien se percate de su físico curvado, de sus líneas felinas, de sus senos perfectos, su andar bamboleante, cascabel que nos alerta del riesgo de una picadura de muerte súbita.
Michele nació hembra, e hizo bien. Tuvo que administrarse para estructurar su conocimiento y conseguir integrarlo en un espacio casi saciado por su cuerpo, por sus ojos. Sin embargo, es difícil que alguien se dé cuenta primero de su particular mundo interior, protegido por su mirada de forma cada vez más firme.
Michele programó su vida y, como era de suponer, las previsiones se alteraron. Para empezar, se precipitó al nacer. Su madre tenía diecisiete años y su padre dieciocho cuando fue concebida con más libido que conciencia. Nació trayendo cariño, confusión y un sentido de responsabilidad que asentaba grande, como el vestido de un difunto próspero en un familiar pobre. Tuvo que resolver desde muy temprano ecuaciones demasiado complicadas para su edad. A los seis años su padre desistió de ese proyecto familiar y la niña Michele no llegó a entender esa dinámica de abandono. La rebeldía acabó por manifestarse en su componente más primario, en conflicto con lo femenino, con su madre, con las amantes de su padre, con el resto de las mujeres.
Michele estudió arquitectura y encontró trabajo sin dificultad. Michele marcó su boda demasiado pronto, pues quería exorcizar su pasado en su presente.
Michele, flor plantada en el mar gris azulado.
Michele reviró su piel, rompió su noviazgo y cedió a la seducción de un hombre de la edad de su padre, que no resistió tamaño frescor. Ella tampoco consiguió resistir tamaña embestida de fórmulas con incógnitas por descifrar. Michele se apasionó por aquello que pensaba se resolvería por sí mismo y todavía no es madre de los hijos que ella desearía haber sido. Nació judía, sin embargo lleva una medalla con los santos que su madre tan católica sustenta y se aproximó al budismo por intuición, quien sabe sin para aprender que el karma no se trata de un destino predeterminado, sino de la consecuencia de una actitud y que, sin mudanza de esa actitud, se repetirá la misma historia hasta un infinito mareante. Michele quiere amar hasta que no le queden fuerzas, para así cerciorarse de sus límites. Ha de aprender, para conseguir perdonar. Tiene mucho camino que andar. Tiene lágrimas guardadas hace demasiado tiempo que precisan de libertad. Tiene lágrimas de sabor amargo que precisan dulcificarse. Tiene lágrimas oscuras que precisan de una puesta de sol, para nacer con aroma de mar, con gusto de yodo y tempero de paz.
Los ojos de Michele vienen de lejos».

Ella estuvo varios días haciendo la digestión del texto y, en medio de ese proceso, me llamó para decirme que su madre hacía hincapié en conocerme. Combinamos una segunda cena, de esta vez a tres, en el mismo restaurante de su pareja.
María Teresa, la madre, tenía mi edad. Atractiva desde todos los puntos de vista, emanaba una soberbia experiencia de vida. Le pregunté por sus orígenes y entonces me narró el suceso de su madre, sobreviviente de Auschwitz. Por lo visto, fue liberada por el mismísimo Joseph Menguele, con quien trabajó como traductora particular, junto con su hermana, al ser las únicas húngaras que hablaban alemán. Cierto día, Menguele les hizo la confidencia: que estaba todo preparado para que se fugasen, dejaría una puerta abierta y tendrían que caminar en una determinada dirección, sin nunca parar. Pasadas unas semanas, y montes de peripecias, fueron acogidas por unos parientes de la comunidad hebraica de Sao Paulo, que es una de las mayores del mundo.
Antes de morir, dejó una petición: que sus cenizas fueran enterradas en el cementerio de Budapest, con sus antepasados. Hija y nieta habían cumplido la promesa en fechas coincidentes con el beso furtivo a la bella Erzsebet.




22. Carol, la hija del farol (otra cobaya)

Me llevó su tiempo deducir que, lo que una mujer precisa para sentirse persona, es diferente de lo que un hombre precisa para sentirse persona.
Más todavía tardé en descodificar que todo lo que nos sucede, sobretodo en el núcleo familiar, tiene que ver con un aprendizaje necesario, en función de elecciones antiguas.
Carol eligió ser bonita, más todavía: bella. Y encima fue premiada con una salud que perspectiva para lejos posibles limitaciones de su atributo.
Sin embargo, por la belleza tuvo que pagar un violento tributo. Su madre se enamoró de un hombre que encarnaba ese predicado. Un deslumbrante seductor, con los ojos de un azul rescatador de luz, como un faro que insiste en iluminar tan sólo los colores sofocados por la bruma. La mujer-madre se quedó embarazada y sintió el poder de la Belleza en sus entrañas, lo que provocó el desear esa criatura, a pesar de la huída del progenitor, que no tenía ganas de participar en un amanecer luminoso. Desperdicio de faro, tal vez pensase.
Carol, la hija del farol, vio la luz sin nunca ser vista por el azul de la pupila paterna. Carol lleva en la impronta de sus genes ese tono azul ceniciento que pigmentó sus iris. Ceniciento, de niebla por desvendar.
Carol fue adoptada por el tercer marido de su madre-mujer y fue quien consiguió un mejor reracionamiento con ese hombre-padre, entre los seis hijos de complicadas combinaciones materno-paternales que convivieron entre sí.
Tal como los individuos que van al supermercado y se ofuscan ante la cantidad de marcas expuestas, cuando lo que quieren es un simple vino tinto, Carol desde niña supo que podría elegir cualquier hombre que se propusiera, en las estanterías de esa botica que es el destino. Su tarjeta de crédito ilimitada sería su simple sonrisa. Encima, desde un promontorio de privilegio, al ejecutar su trabajo como modelo en Milán, recién terminada la adolescencia. Experimentó entonces dejarse querer por un hombre rico y poderoso, dispensador de mecanismos compensatorios tan fascinantes como irritantes. Experimentó entonces enamorarse de un griego primario, cuyo olor sólo de recordarlo la ruboriza. Experimentó entonces un arquitecto paisajista que le pudiera enseñar a tratar el amor como un jardín armónico. Experimentó entonces la ciudad. Experimentó también la naturaleza. Experimentó la conciencia y los estados alterados de la misma. Tanto experimentó, que se quedó sin saber qué más experimentar.
En la pasada Navidad cruzó a nado el océano que separa Ilha Bela del Continente brasilero. Seis horas sin preparación, seis horas de desafío. En los momentos de flaqueza, pensaba en la gratitud, memoria del corazón, en vez de en la habitual dialéctica demandante para con la divinidad. Su lenguaje espirita consigue facilitarle, sin duda, la fluidez de energía que se manifiesta en cada pormenor de su cuerpo, de su cuerpo bello.
Su fuerza interior le reveló una gran lección: la capacidad de conseguir aquello que se propusiera. Sólo que Carol todavía no sabe de qué se trata. Sólo que Carol comienza a estar cansada de tanta experiencia. Sólo que Carol está pensando en atracar en una marina confortable. En una marina sin faros, en una marina donde la niebla no sea una preocupación.
Carol, la intrépida que no tiene miedo del dolor, teme a la soledad que conlleva la pasión. Carol, la intrépida que no tiene miedo del sufrimiento, teme a la soledad que conlleva la atención y la seguridad. Carol, la bella sirena con piernas, teme escuchar la intermitente bocina del faro, cada vez que la luz le caliente la espina. Carol, la sirena sin escamas, siente protección, no en tanto, en la humedad de las nubes sofocantes, que hielan los huesos de la mayoría de los mortales.
Carol, la bella hija del farol, nació una noche sin luna, en un día sin sol, en un crepúsculo con bruma, como explican sus crueles y lindos ojos cenicientos.




23. Yo soy de Oxossi

Al poco de llegar aquí, reconocí el universo del candombe y de umbanda, sendas manifestaciones religiosas estructuradas en raíces africanas, que utilizan la iconografía católica en sus respectivos cultos. La primera practica ritos anteriores al cristianismo y la segunda fue fundada a principios del siglo XX.
Mi primera experiencia, en este sentido, fue en Salvador. Fui hasta allí para encontrarme con Cintia, con quien mantuve contacto después de Rio. Ella iba a la capital de Bahía con su madre, que celebraba su reciente jubilación como profesora de portugués, en Coimbra.
La víspera del viaje pregunté a Dora, la dueña del Cacau, si me aconsejaba algún buen pai o mãe de santo. Mencionó a la Mãe Filhinha que, con ciento tres años, todavía estaba pasando consultas en Santo Amaro, la tierra de Dona Canô, carismática figura matriarcal, madre de Caetano y Maria Bethânia, que también ha completado su primer centenario. Santo Amaro es la cuna de estas devociones de fuerte entroncamiento bahiano. Sin embargo, como iba pocos días, y hay una cierta distancia entre Santo Amaro y Salvador, me recomendó otro pai de santo “poderoso”, de acuerdo con sus palabras, en la capital: Wellington.
Quedamos al mediodía en una peluquería indicada por Wellington, en el Mercado de la Madalena, próximo a Pelourinho. Apareció bastante puntual. Tenía buena pinta y me recordaba a un negro veneciano (ya estoy con mis referencias culturales del Museo del Prado, con lo fácil que sería decir que se trataba de un típico bahiano de cuerpo atlético), vestido con sedas bordadas en oro, multitud de collares y un turbante de trazado impresionante (de ahí la tal mención a la figura veneciana, ¿capicce?). Este personaje, en nada discreto, intentó vender unos secadores profesionales de segunda mano a la dueña de la peluquería, pues aquel estandarte de vanidad andante había ejercido semejante profesión. En la actualidad, se sentía capacitado para subsistir con su mediunidad. Nos comentó su eminente viaje a Senegal, donde iría a profundizar su práctica de candombe con colegas africanos (y, quién sabe, contactar con proveedores de tejidos).
A continuación, fuimos a su terrero, en un barrio marginal del extrarradio. Nos esperaba una barraca con ladrillos sin revocar, atiborrado de imágenes extrañas, con intensos olores a clavo, cachaza, canela y diferentes sándalos; donde la mugre era el elemento predominante. Allí atendió primero a Cintia. Cuando me tocó la vez, me echó los búzios (pequeñas caracolas marinas) e hizo unas cábalas, concluyendo entonces quiénes eran mis orixás predominantes. Me comunicó que yo gozaba de una protección intensa y que tenía la obligación de desenvolver mis capacidades. Insistió en que dejase el hotel donde estaba hospedado, para mantenerme cerca de él y así le podría acompañar en sus trabajos, entre los que se contaban aquellos que acababa de recomendarnos por una sustanciosa cantidad de reales. Cintia encargó una parte, en función de su presupuesto. Yo opté por coger las de Villadiego y le comenté que tenía curiosidad en visitar el Mercado de Sao Joaquim. Ahí, me advirtió que no era un lugar apropiado para que un gringo caminase solo. Por ese motivo, se ofreció para acompañarme al antiguo comercio de esclavos, que podría haber servido como escenario de Seven. En un laberinto de caminos, apenas iluminado y lleno de lama, se multiplicaban los puestos que vendían animales vivos para siniestros sacrificios, diferentes tipos de legumbres, harinas, velas de variados colores y tamaños, santos de todos los materiales y formas imaginables, muñecos de vudú, cachazas, verduras, frutas, especias... Wellington, vestido de manera pontifical, iba saludando vendedores al tiempo que recusaba gallinas con los pescuezos listos para ser degollados.
¡Manda huevos! ¡Vaya ambiente! Menudo peso sentí en la excursión, que era digna de un parque de atracciones de terror. Conseguí reconocer presencias de profundo y arcaico sufrimiento. Sufrimiento de incomprensión, de esclavitud, de falta de perspectivas. Discrepaba, de hecho, con las toneladas de oro del retablo de la vecina Iglesia de Sao Francisco, la más rica de Brasil, donde los aborígenes no podían entrar, teniendo que quedarse en el zaguán. Fue allí que los africanos se fueron familiarizando con las figuras que representaban alguna fidelidad con los seres sobrenaturales que veneraban en sus ceremonias prohibidas, donde se relacionaban con espíritus de luz: orixás. Ori significa corona y Xá, luz. Esas coronas de luz serían entidades evolucionadas, fuentes de energías primarias, ligadas a los cuatro elementos: aire, tierra, agua y fuego.
Tenía previsto quedarme una semana en Salvador, pero precipité mi regreso a Trancoso una vez que la figura de Wellington se me imponía con tozudez.
Me quedé sin entender por qué el azul celeste estaba cada vez más presente a mi alrededor, por qué sentía necesidad de comer y beber tanta fruta, de pisar la tierra, escuchar la floresta, sentir el olor de las plantas y de la humedad, que me haría optar por una casa en medio de la floresta y tratar, por la primera vez, con un jardín, con sentido de responsabilidad e intercambio de energía. Por qué el sentido de justicia domina mi personalidad. Por qué escogí Trancoso y no cualquier otro lugar de América Latina. Lejos estaba en ese momento de saber que yo era hijo de Oxossi, cazador de la madrugada, rey de las matas, señor de la astucia. Oxossi, el orixá mas brasilero, representado por San Sebastián, cuya imagen se encuentra en la iglesia de Trancoso. Lejos estaba de suponer que mi parte femenina se hayaba sobre el manto de Oxúm, la orixá del amor, de la armonía y la concordia, la que proporciona el equilibrio emocional. Señora de las aguas dulces, ríos y cascadas, madre y puerta del misticismo; que no es otra sino Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción, presente también en la iglesia de Trancoso y en el río que da nombre a esta villa.




24. Cuchillada Brutal


En el transcurso de estos meses me topé con algunas sorpresas, siendo una de las relevantes conocer a Francisco.
Ya había mencionado la existencia de una familia en Portugal con la que tenía vínculos que atravesaban tres generaciones. Precisamente fue la abuela, Juliana, una de las pocas personas que manifestó su discordancia ante mi decisión de emigrar. Sus argumentos eran consistentes: “Admito que quieras cambiar de vida, reformular tus prioridades, dedicarte a escribir. ¡Todo eso está muy bien! ¿Pero no podrías hacer lo mismo en el Algarbe o en el Alentejo? Es necesario que largues tus raíces y abandones a tus hermanas que tanto te necesitan?”. Mi réplica fue estéril y sólo generó más irritación. La esperanza de cambio se pospuso para cuando terminase el Camino de Santiago. De regreso, quedé de nuevo con Juliana que escuchó mis relatos con ternura infinita, hasta que no aguantó más y soltó de forma categórica: “Bueno, ahora ya no necesitarás irte a Brasil, ¿no es verdad?”. Mi perseverancia fue seguida de un resolutivo: “En ese caso, ¡vamos a cenar!”.
Su nieto, João, fue la primera persona de mi mundo anterior con la que me encontré en Rio, cuando vino a visitar a su prima carioca. Nuestra diferencia de veinte años de edad, me otorga contornos de hermano mayor.
En contra de lo previsto, sentí rechazo por Rio, que podrá ser la ciudad más bonita del mundo, siempre que sea observada con profilaxis. Es decir, las panorámicas desde el Pão de Açúcar o del Cristo Redentor no son fáciles de describir con palabras, dada su imponencia. Pero, cuando miras de cerca, la miseria, la cochambre, la sensación de pánico y de que tu vida corre peligro a toda hora provoca una constatación perturbadora. En Sao Paulo, sin embargo, la estética natural no se puede ni comparar, pero se trata de una ciudad viva, palpitante, con una oferta cultural superior a la mayoría de las capitales europeas que conozco. Aunque, no deja de ser desconcertante por sus contrastes.
En Sao Paulo me sentí como en casa desde el primer momento, con inesperada seguridad. Conseguí descodificar con facilidad los preceptos urbanos de esa gigantesca metrópoli, con más de veinte millones de habitantes.
Joao Pinto Ribeiro, responsable por el Palácio do Corréio Velho, la principal almoneda de Portugal, donde se celebró la subasta de mi colección de arte, me exhortó a que conociera un matrimonio paulista amigo suyo, que además de encantador, podría resultar de extrema utilidad pues se relacionaba con la flor y nata de la sociedad, como en el cuplé.
Pocas semanas antes de embarcar para la Tierra de la Santa Cruz, coincidimos todos en la finca de los Pinto Ribeiro, en el Alentejo. Mariana e Zé Augusto resultaron seres encantadores, con ágil sentido del humor y un bagaje social asegurado a todo riesgo (y sin franquicias).
La última cena que organicé antes de desmantelar mi apartamento de Estoril, la hice para ellos. Fue una de esas noches en que todo salió perfecto, en particular la combinación de los vinos con recetas como una crema de espinacas con brotes, que sabía a tierra; unas sardinas marinadas en cítricos, sobre guacamoles, con gusto de mar; o un foie-gras de ganso ahumado, servido con una compota de cebolla con restos de Quinta de Noval Nacional que había rebañado de los fondos de las botellas de una cata vertical en Sintra, que sabía a gloria. El matrimonio paulista me hizo prometer que, antes de Trancoso, pasaría por su casa, donde pretendían hacerme un homenaje para darme a conocer a las personas adecuadas.
Y así fue. Cuando llegué a Sao Paulo, Mariana me preparó una fiesta de presentación en sociedad, como en las películas en blanco y negro de Hollywood. Incluso tuvo derecho a páginas de crónica social en el Estado. En plenos preparativos, me presentaron a Francisco, el sobrino, primo y tío de mi familia adoptiva portuguesa. Francisco organizaba cenas en casas particulares y era íntimo de mis anfitriones, que propusieron elaborásemos un menú conjunto. A partir de ese momento, se estableció una firme unión entre nosotros.
Había oído hablar mucho de Francisco en Portugal, con un denominador común: no había dejado de cagarla. Estuvo metido en drogas y manipuló durante años familiares y amigos. También escarbó en asuntos intocables, al asumir en público su homosexualidad, después de haber estado casado diez años.
Francisco llevaba siete años en Sao Paulo sin que ninguno de sus diez hermanos lo hubiera visitado y la mayoría ni siquiera supiera su número de teléfono.
Francisco vino a Brasil en busca de su identidad y aquí la encontró. Nuestra complicidad es enorme y siento incuestionable orgullo en nuestra relación, al tratarse de una persona que se reconstruyó a sí mismo, prescindiendo de privilegios que, en su tierra, disfrutaba por derecho. Convidé a Francisco a trabajar en el restaurante del Arara y se verificó la clave para la transformación que esa casa dio en pocos meses. Carolina, mi amiga de Arraial d’Ajuda, también llegó a hacer sus pinitos en la cocina.
En São Paulo, donde llegué a pasar más tiempo que en Trancoso, solía quedarme en su casa. Por casualidad estaba con él cuando su pareja, de veintitrés años, fue degollada y asesinada de una cuchillada en plena calle. Parece que para robarle el móvil.
Francisco tuvo que ir a reconocer el cadáver del ser humano con el que había estado follando y durmiendo abrazado los últimos meses. Tuvo también que resolver la parte burocrática, para el traslado del cuerpo hasta Rio Grande do Norte, donde vivía la familia del estudiante asesinado.
Pasaron semanas sin que Francisco consiguiera apenas salir de la cama. Él, defensor de Brasil hasta límites de paroxismo, me dijo cuando recuperó alguna cordura: “Este país es así, Alfredo. Tengo que ser fuerte. La vida continúa, ¿qué más puedo hacer?”
¡Manda huevos!



A Mariana, en la muerte de su padre.

Sentí envidia
de tus ojos,
brillantes de saudade,
hablando de la muerte
reciente
de tu padre.
La muerte de mi padre,
no tan reciente,
me proporcionó también
brillo en los ojos.
Desde ese día
dejé de sentir saudade
de hablar de la muerte
saudade de hablar de la muerte de mi padre.


Sao Paulo, a diez de enero del 2007




26. El Pai de Santo Mecánico

Al quedarme en casa de Francisco, en mis visitas mensuales al restaurante, conseguí acostumbrarme a algunos de sus hábitos. Los había bien graciosos, como el de colocar una jarra de cachaza en la ducha o guardar misteriosos envoltorios debajo de la almohada.
En repetidas ocasiones mencionaba el nombre de Claudio, el individuo en quien depositara una confianza extrema y que le habría ayudado en su proceso de ser persona. Me fue picando cada vez más la curiosidad, hasta descubrir que se trataba de un humilde pai de santo, seguidor de umbanda, que trabajaba como mecánico en una pequeña localidad limítrofe con Sao Paulo.
Como la experiencia de Salvador no había sido del todo estimulante, mostré algún escepticismo al principio, mas acabé por pedirle a Francisco que me lo presentase.
Las distancias en Sao Paulo están supeditadas al tráfico, lo que complica cualquier previsión objetiva en parámetros de tiempo. Pero digamos que Claudio vive a una hora del centro, en un poblado donde se apelotonan construcciones de aspecto inacabado y suele haber chavales jugando al fútbol en la calle, por aquello de no huir del estereotipo brasileño. Claudio se aloja con modestia en el sótano del terrero, que no es sino una modesta sala con figuras orixás, cuernos repartidos por el techo y algún que otro póster, bien de capoeira, bien de divinidades como Ganesha, el elefante que espantaba problemas con la trompa, ¿recuerdas?
Claudio es un personaje tirando a bajo, fuerte, de unos cuarenta y cinco años, mulato, simpático, de aire afable y apretón de mano firme, tipo quiebra nueces. La antítesis de su colega bahiano.
Conversa de forma pausada y sin complicaciones. Enemigo del folclore litúrgico, apuesta por el diálogo consistente. Lo primero que hizo fue descifrar, a partir de mi nombre y fecha de nacimiento, mi mapa de ascendentes. Claudio se quedó patidifuso y aseguró que, en más de veinte años que llevaba ejerciendo sus funciones, no había encontrado casi nadie con una influencia y potencial tan clara para ser pai de santo. Hizo unos rascuños, que luego me ofreció, con el nombre de mis orixás protectores. En un determinado momento, me preguntó si era pintor, porque pensaba que había venido a Brasil para crear y, a través de mis obras, tocar a la gente. Dije que era escritor. Claudio confirmó mi vocación como algo ineludible. Sugirió entonces que tomase un ebó y me explicó que se trataba de una ceremonia simple de limpieza, que me prepararía para esta nueva fase, liberándome de cargas que trasportaba de mi vida pasada. Me resultó convincente.
Al cabo de unos días volví, listo para el ritual. Fue austero, digno, sin concesiones a la excentricidad. Me había mandado ir vestido de blanco y me colocó en el interior de un círculo formado por una serie de ingredientes como frijoles, farofa, diferentes harinas, maíz... Uno de sus acólitos me iba impregnando con cada uno de estos elementos, mientras Claudio recitaba oraciones a mi alrededor. Al final, me llevaron a la ducha, entregué mis ropas para que fueran purificadas y, después de lavarme, entró el ayudante y me dio un baño con una especie de caldo caliente que trajo en un cubo de plástico, que despedía un potente aroma a especias. Tenía que estar una semana sin comer ninguno de los ingredientes utilizados en el ebó, así como evitar cualquier tipo de experiencia sexual, inclusive dormir acompañado. Ese detalle resultaba particularmente peliagudo porque, en un par de días, tenía previsto viajar a Europa durante un mes, por lo que no podría despedirme de Satoko, con quien mi alma y mi cuerpo se fundían con la conformidad de un sándwich mixto.
Satoko me acompañó al ebó. Aún así, Claudio fue taxativo en la cuestión celibataria, aunque dispensó la posibilidad de dormir juntos, transcurridas las primeras veinticuatro horas.
A seguir, abundantes me fueron las pruebas de la existencia de una presencia benéfica, con vivencias más o menos complicadas de explicar, pero que en efecto sucedieron. Talvez la más chocante fue cuando, en el siguiente viaje a España, esta vez con Satoko, nos quedamos colgados, con un coche prestado, en la frontera con Portugal. Después de dos días, en que el taller no conseguía identificar el origen de la avería y ya estaba programada la grúa y el alquiler de otro vehículo, comenté a Satoko que había llegado el momento de pedir ayuda. Bajé la ladera del Parador de Ciudad Rodrigo con los ojos cerrados, pidiendo a mis orixás la solución de la papeleta que, como agravante, tenía llevar las maletas de la mudanza de mi hermana pequeña, recién separada, por lo que el Volkswagen Tuareg estaba hasta los topes. Al llegar al taller, el encargado no salía de su asombro. De un momento para otro, el coche comenzó a funcionar por su cuenta. No encontraba explicación lógica, al punto de no querer cobrarnos nada por el arreglo pues, según él, nada había sido reparado.
Talvez los orixás hubiesen aprendido las bases de la mecánica con Claudio, su eficaz intercesor paulista.



27. Aguijón en la intimidad

Satoko acabó por revelarse un aprendizaje inestimable, a la hora de aclarar lo que deseo o no, en una relación. Con ella he aprendido los límites de mi capacidad de amar, tal como los de la generosidad o de la capacidad de entrega, perfilando así los contornos de la frontera de intimidad que me es posible compartir. La intimidad, la de ella y por lo tanto la nuestra, se convirtió en el principal caballo de batalla. Satoko fue educada para ni siquiera considerar el ámbito de lo íntimo.
Hace más de veinte años, con la edad que ella tiene ahora, escribí:

Intimidad,
te pronuncio y despareces.
Te pienso y me turbas en seguida.
Por eso aún te ignoro
y te hallo sólo a escondidas.

Madrid, a dieciséis de julio de 1986

No fue por falta de medios que Satoko jamás tuvo una habitación o un espacio para ella sola, que siempre dividió ora con su hermana, ora con sus padres, con los que solía compartir lecho.
A veces, utilizamos conceptos sin tener la noción exacta de su significado, lo que provoca interferencias en la comunicación básica, abrazando un relativismo que complica más todavía el entendimiento. Busqué el significado de intimidad en el diccionario de la Real Academia, con el intuito de proporcionar algo de criterio. La verdad, no restaba gran margen de maniobra: “Zona espiritual íntima y reservada de una persona o de un grupo, en especial de una familia; lo más interior o íntimo”.
Más alto que las palabras, en las relaciones, hablan las actitudes, que suelen tener mecanismos de funcionamiento contradictorios, incluso antagónicos, con el discurso verbal. El registro dialéctico de Satoko es brillante, acorde con una persona que está absorbida por su tesis de doctorado. Lo que pasa es que, en una relación íntima, es esa zona espiritual de lo reservado la que vira el blanco esencial de la supuesta monografía. Existiría una primera fase de recolección de datos, a la que seguiría el estudio y terminaría con el análisis y las conclusiones. Los preliminares deberían corresponder al periodo dedicado al noviazgo en que, pudiendo surgir divergencias, lo importante sería percibir si los ejes fundamentales conseguirán encajar en el engranaje de la convivencia, para generar más movimiento que colapso.
Nuestra aproximación estuvo envuelta en un halo de magia y deseo. Contó con la dosis adecuada de prudencia y coraje donde, poco a poco, se fue fundando un recinto común, sobre terreno fértil.
Por causa de su edad, se respiraba primavera, frescura. Me di cuenta de que mi experiencia de jardinero podría resultar útil, siempre y cuando no pervirtiera su naturaleza, ante la tentación de domesticarla a mi antojo, aun contribuyendo al refuerzo de su identidad latente.
Nuestro encuentro era analizado, con desconfianza y celos, por aquellos que estaban perdiendo terreno, sintiéndose excluidos. Hasta ahí, nada de nuevo. El problema surgió cuando la propia Satoko me quiso incorporar a ese su mundo, sin alteración alguna, como si no hubiera otra hipótesis
La víspera del viaje a Portugal, condicionado encima por la promesa de castidad, Satoko bailó con sensualidad con su hermana, de una manera ambigua, que ellas consideraran conveniente. Pospuse la meditación de este asunto, para desentrañarlo aliado con la necesaria perspectiva.
El hecho de que perdiera el avión, provocó que regresara al apartamento que Satoko compartía con la tal hermana. Tuvimos la más linda e inesperada noche de amor. No dormimos ni un minuto. No conseguíamos dejar de acariciar el cuerpo del otro, era como si fuera una extensión del propio. Talvez como canto de cisne, despedida de un amor que ella colocó en su pérfida ausencia de intimidad, sugirió que su hermana compartiese nuestra felicidad, clavando un aguijón que no tardó en infectar.
Por fin en el avión, me vino el siguiente poema.

Viajo a mi pasado
con el presente embadurnando mi cuerpo.
Esta madrugada, acaricié mis anhelos
en cada centímetro de tu piel,
en la manera como tu cuerpo se encajaba en el mío,
en ese abrazo que queríamos que no terminase nunca
y no terminaba nunca,
modelándose como plastelina
en manos de un talentoso colegial.
Así eran mis dedos,
pinceles en tu espalda,
garabateando figuras infantiles
que los ángeles supieron interpretar,
en cada trazo.
Y se divirtieron, componiendo cánticos
que, al despedirnos,
adiviné en tus ojos,
oscuros y luminosos,
cuando pronunciaste, canturreando,
te amo
te amo,
te amo.
Te amo, resuena en mi dentro,
como si nunca más hubiera más noche
que la que Iemanjá nos regaló,
devolviéndome del mar que nos separa,
devolviéndote del mar que nos une.
Y tal como en tu natal ecuador,
la lluvia apareció fértil,
brotando de las estrellas de tu cuerpo
para rellenar la cantimplora
que transporto, ahora, en mi alma,
atada a una cinta
con el aroma de mi cuerpo,
cuando le inhalas el cariño
el mismo que empapa mis pelos,
los mismos que te abrigaron
esta noche,
en que Xangó,
cansado de tanta súplica,
quiso descansar y soñar
para poder recordar cómo es el olor
del amor más simple
cómo es el olor
del amor simple y profundo
cómo es el olor
del amor simple y profundo sin ida y vuelta
ansioso por descubrir
a qué es lo que huele
una noche sin fin y sin principio.


A Satoko, en el mar, a cinco de junio de 2007



28. Amar y ser libre

«Mi amigo Pedro sufre de profundas depresiones. No por libre voluntad, aunque en ellas se ampare como cauterizante de aparente sosiego. Como esas personas que se automedican, con efectos secundarios más graves que la enfermedad original. El otro día, confesaba aliviado: Alfredo, estoy mucho mejor! He puesto la tele, justo en las noticias, y estaban dando un reportaje sobre un islamista suicida, que se reventó en medio de una comisaría de Bagdad, y no me sentí culpable...
Me dio un ataque de risa e irrefrenable necesidad de aplaudirle, como en las reuniones de los alcohólicos anónimos que solemos ver en las películas americanas. Porque aquí, en España y Portugal, los borrachos habituales tienen nombre y apellidos, hasta el punto de dejarlos claramente visibles en las etiquetas en las botellas de whisky, de los locales de alterne.
Ahora, me han entrado ganas de llamar a mi amigo Pedro; pero es demasiado tarde. Yo también estoy radiante por compartir una novedad. En fin, te la contaré a ti que me estás leyendo: Estoy mucho mejor! Hoy quedé para cenar con mi amiga Alexandra, que tanto me gusta, la besé en la boca al despedirnos... ¡Y no me sentí culpable!».

Eh aquí, el primer relato que escribí en el formato que tiene este libro, donde tanto los personajes como lo referido son reales.
Pedro Paixão fue determinante en la decisión de asumirme como escritor, al transmitirme una admiración y confianza que, hasta ese momento, no sentía ni por mí ni por lo que colocaba en el papel. Adriana, a su vez, recibió de mí una fuerza y autoestima en la concretización de sus sueños, también superior a las que sentía por ella misma. Me pasma ese encadenamiento de aparentes eslabones, cuajado de sentido.
Adriana era la veterinaria de mi perra. Valiente disculpa me inventé para aproximarme a una de las mujeres más bonitas que Dios ha puesto en mi camino. Ser mulata, estilizada, elegante por naturaleza, con los ojos verdes rasgados, facciones finas y labios acordes con sus orígenes angoleños, no lo aguanta cualquiera. Llegamos a conectar a través de mi sentido del humor, atributo que desenvolví para aprender a superar una carga excesiva de timidez, desde temprana edad. Pero lo curioso fue que Pedro me abriera la puerta de entrada de esta mujer, felina y cautivadora, llevándola a cenar al Xtoril-Café. Yo, que tantas veces la había invitado sin éxito, fui víctima de una manifestación de poderío del rey león, escogido por la leona más agraciada de la manada.
Resulta complicado resistirse a la belleza impertinente de una joven que, además de inteligente, cuenta con una sensualidad incontrolable hasta para sí misma. Yo por lo menos no lo conseguí.
Pocos días después, marcamos nuestra primera cita. Ahí me percaté de que, por detrás de la hermosura, se escondía un ser conflictivo y bloqueado. ¿Qué más podía pedir? ¡Encima, todo un desafío! Cómo sería el grado de su conflicto, que era la única persona por quien mi perra sentía amenaza, tanto por la tensión acumulada, cuanto por el componente animal de regia dinastía que emanaba.
Una noche, su instinto se manifestó y lo hizo de manera salvaje, con la fuerza del agua mansa que se precipita por una catarata, después de un giro en un principio igual a tantos otros. Sentí África en aquella manera de besar, de moverse, de querer sentirse mujer. Sin embargo, no hubo entrega y, a partir de ese momento, sucedió una previsible, aunque no menos molesta, estampida por su parte.
Meses más tarde, acertamos comer juntos, después de sucesivas tentativas infructíferas. Se había ganado tiempo y alguna distancia, lo que me permitió descifrar la combinación de la caja fuerte donde guardaba el secreto de su profunda tristeza. Le hablé con cariño y firmeza, pronunciando con reverencia cada dígito de ese misterioso códice. Adriana comenzó a llorar, proyectando su vista hacia el mar, las rocas y la arena, en ese paraíso preservado que es la playa de Adraga. A partir de ahí, no valía la pena continuar con la misma dinámica de disculpas o subterfugios. La nueva tomada de conciencia implicaría una reformulación global, que incluiría desde su profesión a sus afectos, pasando por las relaciones familiares o su postura vital. Pasaría también por dejar de buscar amantes o novios que empujasen su silla de ruedas emocional, como estaba habituada incluso por su familia, por supuesto con la mejor de las intenciones.
Procurar la seguridad de nuestros seres queridos conlleva aceptar que, en algún momento, han de enfrentarse a la selva de la que tanto les pretendemos proteger. Amar no es proteger. Amar no consiste en dar. Amar es comprender con generosidad para compartir. La vida esta llena de comprensivos autistas, pajeros de retrete. Y el problema no está en cascársela, porque una masturbación compartida y cómplice puede ser un mágico momento de amor. ¡La putada es el autismo!
Hoy me volví a encontrar con Adriana, en este viaje a tierras lusitanas, después de seis meses fuera. Ella estaba cansada, de resaca, sin maquillaje; pero nunca la había visto tan poderosa. Cuando la abracé, me estremecí. ¡Hay que joderse! ¡Olía a bebé! Olía a verdad, a ese aroma que embriaga a los recién nacidos que se alimentan de leche materna y transmiten sensaciones de aquello que los creyentes de la religión en la que crecí entienden como cielo o paraíso. Adriana ya anda, sin precisar silla de ruedas. Dio sus primeros pasos matriculándose en una nueva facultad, yendo al encuentro de su vocación; ante el pasmo de su círculo más íntimo, que se hartó de proyectar temores, con elucidaciones en apariencia amorosas. Su trabajo, sus relaciones, incluso su mirada muestra una persona diferente.
Ha sido emocionante, rozando lo inquietante, observar a ese ser felino, sin correa. Me transmitió su felicidad, por la vía de sus conquistas. Yo miraba hacia el balbuciente brillo de sus ojos, reflejo de la luz de una casta antigua, que había rescatado el fulgor de la potestad de sus antepasados. Le dije que había valido la pena tanto esfuerzo y sufrimiento. Que su bloqueo era de tal orden, que resultaba un milagro haber evitado una repercusión somática irreversible. Cuestión de raza y de protección poderosa de la Madre Tierra a través de sus mensajeros, que en Teología son catalogados como ángeles y antes lo fueron como dioses y, en tiempos más remotos todavía, como orixás, pensé y pienso.
Intercambiamos pocas palabras. Le dije que era tal la sensación de felicidad y de gratitud, que tenía la necesidad de pedirle que durmiéramos abrazados, como una ofrenda de Amor. Más que un deseo, se trataba de una imposición, para fundirnos en nuestra grandeza.
Me respondió con sabiduría: “No amo lo suficiente a mi pareja, como para colocarlo ante una situación que nunca entendería. Él incluso me dijo hace un par de días que le incomodaba mi olor y se siente perdido con mi cambio. Nunca conseguiría mentirle. Por eso, no lo hago, aunque tenga todo el sentido. Porque hoy, sin titubear, te digo que sí. Pero es imposible”.
Asumir la senda de la libertad, suele llevar pareja este tipo de secuelas, que provocan más vértigo en aquellos que nos rodean, temerosos de perder el control, que en los propios peregrinos. ¡Menuda putada el control, también! Entre el control y el autismo, ¡qué venga el demonio y elija!



29. Doxy y Pipoca

Más de la mitad de mi vida la pasé en compañía de uno de mis ángeles de la guarda en la tierra: Doxy. Al principio con su madre, Nasty, como mensajera para prepararme su llegada.
Nasty era linda, digna, honesta en sus afectos, aunque distante y con bastante genio. Cautivaba por su belleza, que la llevó a ser la campeona canina más joven de España, así como la más premiada de todas las razas, durante los años que compitió. Sumaba títulos con cada participación lo que, junto con la insistencia de la criadora, que la vendió con la condición de presentarla a concursos, motivó la decisión de inscribirla en el Campeonato del Mundo de 1992.
Comparada con los otros treinta bracos de weimar que concurrían, a priori parecía claro que volvería a vencer, sin dificultad. No por los defectos de los congéneres, sino por la rara majestad que emanaba en todo momento.
En la pista, recusó mostrar la dentadura manifestando, en el momento que consideró oportuno, que la fase de futilidad había llegado a su fin. Expliqué al juez que era la primera vez que pasaba algo así, pero que yo conseguiría abrirle la boca sin problemas. Me equivoqué. Nasty no cedió ante lo que consideraba el fin de una cansina pantomima.
Aun así, quedó en segundo lugar; y yo, echo polvo.
Acabamos pasando ese fin de semana en la playa, para hacer las paces. Ella mantuvo su distancia en el primer día, mientras yo leía la Interpretación de los Sueños, de Freud, para dotar al escenario de la adecuada dosis de surrealismo. La siguiente noche, ya se subió a la cama.
Estableció una conexión conmigo, obsesiva a veces, que llegó a dominar incluso a su propio instinto. La criadora, personaje digna de una película de Walt Disney, vivía con más de veinte weimaraners, y su madre ciega, en un chalet a las afueras de Madrid. Propuso el cruce de Nasty con otro campeón. Como mostré alguna inseguridad, fruto de la inexperiencia en la asistencia de partos, de perras o de cualquier otra especia animal, ella optó por quedarse con Nasty, poco antes de romper aguas.
La perra adelantó unos días el alumbramiento de apenas cinco cachorros, cuya venta me permitiría comprar un coche, tan modesto en caballos como en la cantidad de recién nacidos. Recorrí, en cuanto lo supe, los cuarenta kilómetros que nos separaban, con inusitada rapidez, al borde de un ataque de nervios por conocer los descendientes de mi querida compañera. Eran minúsculos, como ratoncitos, sin siquiera apuntar la tonalidad celeste de sus ojos. Elisa era partidaria que se quedaran con ella, por lo menos una semana, antes de llevarlos para casa, donde ya había acondicionado una habitación para la ocasión. Cuando me despedí de Nasty, noté su frustración por el abandono e, incluso con el desgaste de la reciente cría y las mamas colgantes, saltó por la ventana del caricaturesco chalet y se metió en el coche, desistiendo de la niñada. Le expliqué que tenía que volver, porque era mejor para todos. La madre obedeció contrariada, con una mirada semejante a aquélla que marcó el fin de su carrera de Miss.
De madrugada, recibí la llamada de Elisa, desesperada y encharcada en lágrimas. Nasty había descuartizado a sus cinco crías, mostrando de forma cristalina cual era su elección. Entre cuidar de ellos o estar conmigo, no tenía dudas y así lo manifestó.
Años más tarde, tuve ganas de perpetuar su linaje y, ya fuera de la idónea juventud, planeé una nueva tentativa de cruce. A Nasty nunca le gustaron otros perros, ni otros machos sin ser su amo. No tuvo la mínima concesión o tentación frente a otros varones, incluso durante la época de celo. De nuevo, entré en contacto con la criadora y fui desde Oporto, donde residía en aquella altura, a cruzarla con, éste sí, un campeón del mundo. ¡Pobre animal! Consiguió su propósito, no sin antes llevarse unas buenas dentadas, que casi le incapacitaron para continuar su designio de preciado semental.
No quise asumir riesgos y marqué una cesárea, una vez que Nasty parecía dispuesta a seguir tomando salomónicas decisiones. Tan sólo nacieron dos cachorros: un macho escuálido y una rolliza hembra.
En la habitación de invitados, coloqué un tatami y allí fuimos pasando el tiempo los cuatro, por lo que Nasty comenzó a sentirse menos coaccionada al formar parte de un cierto espíritu familiar que, sin entusiasmarla, tampoco le desagradaba del todo.
El problema, de esta vez, se puso de manifiesto en la perrita, que comía con absurda glotonería, en especial de las mamas donde su enflaquecido hermano pretendía succionar. Tal era la vehemencia voraz, que el cachorrillo murió desnutrido, al par de días, a pesar de tanta leche disponible.
La sobreviviente creció rebosante de salud y estableció tal vínculo conmigo que la madre no consiguió disimular sus continuos ataques de celos. No es, por otro lado, frecuente que un cachorro no sea separado de la madre ni del resto de la niñada y crezca, desde el día de su nacimiento, con los individuos con los que estableció sus primeros lazos.
Cuando me casé, meses más tarde, Nasty se fue aproximando a mi mujer como sutil venganza para su amo y su sucesora.
En mi familia materna, debido a una misteriosa antepasada de la que poco o nada sé, Eudoxia de la Lastra, todas las mujeres desde hace varias generaciones llevan el mismo nombre. Así, mi madre se llamaba María del Carmen Eudoxia y mi hermana mayor Teresita del Niño Jesús Margarita Eudoxia. Mi padre aceptó esta costumbre porque pudo colocar, en primer lugar, el nombre de su madre, Margó. Encima, ambas, abuela y nieta, nacieron el mismo día, un diez de marzo.
En homenaje a la tradición familiar y al desbordante protagonismo de la cachorrita, que me recordaba a mi hermana y, talvez, como una truculenta compensación por un hijo no nacido, que me generó un profundo sentimiento de culpa durante años, la bauticé de Eudoxia, Doxy.
Mi hermana se puso como una fiera por haber elegido su nombre más irritante y no Tete lo que, según ella, habría simplificado las cosas.
Mi casamiento estuvo marcado por el subconsciente rechazo de mi mujer, que proyectó su instinto maternal en las perras, en especial en Nasty, cómplice en enmarañados jeroglíficos de resentimiento.
Años más tarde, murió Nasty. Sin ella, nuestro frágil matrimonio quedó descompensado, desmoronándose meses más tarde. Yo me quedé abrazado al mismo ser que me acompañó cada noche de soledad, antes, durante y después del enlace: Doxy.
Doxy truncó con rapidez las expectativas de la criadora, y en parte las mías también, de tener una nueva campeona en la familia. Una intoxicación de cabezas de langostinos, las que ocho personas fueron capaces de chupar en una nochevieja, le llevaron casi a la muerte en pleno periodo de crecimiento, colocándola en un estado comatoso, durante semanas. Para más INRI, recibió, antes de completar un año, un mordisco que le arrancó media oreja, cuando intentaba jugar con el perro del vecino.
Doxy creció en el campo, en libertad. Se escapó dos veces, yendo a la búsqueda de aventuras o, quizá, de encontrarme fuera de los portones, que se había cerrado tras la salida de mi coche.
Doxy no fue tan bonita como su madre, pero su mirada y corazón no tuvieron igual.
Dos de las mujeres más importantes de mi vida, establecieron una relación profunda con la perra. Pipoca, con quien dejaba a Doxy en mis múltiples viajes, y Ani, mi otra hermana, con quien Doxy eligió morir por considerarla próxima a su esencia. La perra precipitó un cáncer, latente durante años e, incluso sabiendo que me la llevaría a Brasil, quiso ofrecerme el sentimiento de libertad más genuino, eximiéndome de cualquier residuo de culpa por mi responsabilidad para con ella y mi pasado.
Confieso que no echo de menos a Doxy. Siento, sin embargo, gratitud por ella al haber completado un ciclo. De ella aprendí muchas cosas y sus lecciones de confianza y generosidad suponen para mí un reto de perseverancia. Pero también admito que siento tristeza en el alma cuando miro los ojos de Pipoca y me doy cuenta de la falta que siente de ese helo familiar en su día a día.
Por eso, hoy pido con todas mis fuerzas a Doxy, donde quiera que estés, derramando las lágrimas que nunca hasta ahora había conseguido, ofrenda de dolor y agradecimiento, que te aproximes a Pipoca, haciendo un rebujo en las sábanas de su soledad, para ayudarla como a mí me ayudaste. Hazle sentir que su corazón e inteligencia fueron dignos de tu amor y respeto.
Pipoca, como Doxy, comparten algo angelical. Doxy, mi ángel querido, vela los sueños de Pipoca, hasta el fin de sus días, como tan bien lo supiste hacer conmigo.
Ese es mi deseo. Ese mi regalo, Pipoca, en tu vigésimo cuarto cumpleaños.




30. Ojos verdes

En mi vida atravesé algunas fases oscuras, escondrijos donde me enterré para protegerme del dolor. Demoré años en salir, con consecuencias más bien retorcidas que las ocasionadas por el sufrimiento en sí. ¿Será que lo que todos buscamos es la felicidad? Porque tenemos tendencia para construir complejas estructuras de mecanos, que dificultan más que colaboran en ese cometido.
Para poder salir de mi perverso laberinto, tuve que aprender a perdonar. Pero tenía que hacerlo de manera espontánea y sincera; sin fórmulas aprendidas, ni penitencias impuestas, en el fondo mal resueltas. La vida, cómica, es más simple que los entresijos perversos que genera la culpa. La indulgencia dilató mis pupilas y me permitió vislumbrar lo más elemental: redimirme en la tentativa de ser feliz, abandonando el pringoso sentimiento de culpa por pretender vivir con intensidad. El resto, ha sido dejar fluir. Pude así entrever formas y senderos para salir de nuevo a la claridad. No fue fácil, tampoco una tarea imposible. Ni más ni menos que parar de dramatizar no cejando en el caminar, por muchas vueltas que parezca que estemos dando. Las vueltas, forman parte del proceso.
Siento orgullo en cómo conseguimos reconstruir nuestra familia, en este momento reducida, pero capaz de producir un universo de sensaciones. Tete, mi hermana mayor vivió años en Maruecos, en un momento en que ambos teníamos los afectos bajo tierra.
Este fin de semana, fui con ella, por primera vez, a visitar ese Marruecos, tan próximo y tan distante. Quería apreciarlo a través de sus sentidos; pero con mi mirada, ya reconquistada y libre.
Fuimos con otras seis parejas y Ani, mi hermana pequeña. Las excursiones en grupo, suelen proporcionar viajes emocionales imprevisibles. Fuera de las colmenas de aparente seguridad, que edificamos para convencernos de que tenemos intervención sobre el destino, surgen con frecuencia emociones y fantasías que reclaman su espacio; como Conde de Montecristo, que aguarda con paciencia el momento de liberarse para, en la mayoría de las ocasiones, vengarse.
Mi amigo Abraham suele decir que a España y Marruecos no les separa el mar, sino el cerdo. Aprecio su ingenio y sentido del humor, pero España disfruta de una libertad y rudimentos de justicia social, que huelen de manera diferente al cruzar el estrecho. Existen, aún así, reductos de ficción, espejismos de felicidad, que fueron donde nos movimos y nos instalamos en estos días.
Entre los mejores amigos de Tete, hay un matrimonio peculiar. Ella es marroquí y él suizo. Se conocieron en un barco que cruzaba el estrecho, donde Fátima era guía y Wolgang, turista. Hace más de doce años que esta familia comparte intimidades con mi hermana, algunas de ellas desconocidas para mí.
Fátima tenía el sueño de casarse por amor, emancipándose de un entorno tanto o más oscuro que mis tortuosos laberintos. Tuvo que enfrentar sus raíces, para contrariar el matrimonio marcado, que sus padres habían engendrado con un taxista de Londres, al que no conocía y le doblaba la edad. Hoy se ha ganado el respeto de sus progenitores y de la comunidad en la que creció; a la que volvió con su marido y dos hijos para recuperar unas ruinas en la Medina, donde reconstruyeron un hotelito familiar.
En todo este tiempo fui sabiendo de sus peripecias, pues tanto Fátima como Wolfgang forman parte del discurso afectivo de Tete. Tan sólo coincidí con ellos una vez, y si me los hubiera encontrado por la calle la semana pasada, no los hubiera reconocido.
En el ferry que nos transportó como una máquina del tiempo, de Tarifa a Tánger, sentí la necesidad de escribir un poema a Satoko, el amor que consiguió despertar en mí un sentimiento de paternidad que siempre disfracé con diferentes dosis de conflicto. Ella tiene experiencias y dudas que encarar. Yo me he propuesto que lo haga con el máximo margen de libertad, que sea capaz de proporcionarle. No es fácil lidiar con la libertad, ni con la propia ni con la ajena. Pero, una vez tomada la decisión de no volver a soterrarme, no hay alternativa.
Pedí un bolígrafo y escribí lo siguiente:

Te ofrezco mi silencio
y, con él, el espacio
donde vas a poder respirar,
paseando sobre el césped,
húmedo y suavizado,
por mis palabras enmudecidas.
Podrás observar, así, flores
que tienen los colores de mi alma,
cuando te siento
en esta distancia
que de mañana nos une,
amarilladamente,
y, en el crepúsculo, nos separa,
en tristes tonos violetas.
Algunos capullos no consiguen abrirse
sin el sol
ni el calor,
ocultos como están
por pequeñas sombras
de gigantes fantasmas oscuros,
alimentados por tanta conversación,
engordados de envidia
y temerosos
de ser descubiertos
y por consecuencia nerviosos
al ocupar un espacio
donde no permiten
quepa
ni ese silencio,
que te ofrezco
para que puedas respirar,
aquel polvo revuelto
que evitas y tanto precisas estornudar.



31. Verde como la mandarina verde

En el puerto nos vino a recoger un taxista que portaba un cartelito con el nombre del hotel: Mandarina. En una furgoneta, lo bastante aséptica como para atravesar Tánger con aire acondicionado y comodidad, nos depositaron a los pies de la muralla de la Medina, donde descargamos las maletas a escasos metros de nuestro destino, un oasis de paz y buen gusto. Aquella cochambre inicial fue transfigurada a partir de esfuerzo, esperanza, cariño y, sobre todo, como apuesta de un mundo nuevo para los dos hijos de este matrimonio.
Me emocionaron los abrazos sinceros que le dieron a Tete, tanto el matrimonio y los dos niños, como la hermana de Fátima, Dania, la mujer con los ojos verdes más bonitos que había visto en mi vida.
Sorteamos las habitaciones, cada una más sugestiva que la anterior. Después de instalarnos, subimos a la terraza, donde las gaviotas sobrevolaban el mar que se dimensionaba a nuestra frente, avisándonos que la luna iba a comenzar a ejercer su hegemonía, en un Continente donde se la venera como símbolo de su religión.
En ese momento, sentí necesidad de dar gracias a Dios, a mi ángel de la guarda y a los orixás protectores brasileños, Iemanjá y Xangó, que mi pai de santo me cambió para que me protegieran en este viaje, en el que iba a cambiar de hemisferio.
Comencé, despacito, a relacionarme con el grupo. Educados, gentiles, cariñosos, eran gente enrollada. Mientras, sin darme cuenta, iba buscando furtivos cruces con los ojos verdes.
Por la noche, nos ofrecieron un pequeño espectáculo en el Mandarina, que era el nombre del hotel. Un bailarín movía a ritmo trepidante partes del cuerpo, que jamás imaginé que pudieran ritmarse con tamaña precisión y vivacidad. Las mujeres observaban el numerito de manera bien diferente a los hombres. El artista convidó a Dania, que se contorneaba con una sensualidad contenida, irresistible; incluso, cuando los giros le ocultaban su mirada, su mirada verde de copla verde limón.
Al día siguiente tuvimos la mañana libre, para hacer compras o para ir a jugar al golf. No tuve dudas y encontré lo que buscaba, desde babuchas a chilabas pasando por pantalones de formas asombrosamente tradicionales.
Una muchedumbre nos acorralaba con persistencia, ofreciendo tabaco, pulseras, telas, camisetas, platos o todo lo que pudiera salir de una lámpara mágica o de la Cueva de Alí Babá.
Tete organizaba y orientaba cualquier tipo de plan con su habitual eficacia; aunque con una novedad, estaba compartiendo una parte de su pasado con su familia de sangre, la que escogió entre todas las posibilidades del Olimpo y que tantas veces intentó sustituir, con diferentes grados de desencanto.
No faltaron oportunidades para ir creando lazos, tenues y consistentes, con todos y cada uno de los excursionistas.
Yo dividí habitación con Ani, que por fin se equiparó en la balanza fraternal con Tete.
Como había decidido ofrecer espacio, tiempo y silencio a Satoko, me entregué de cuerpo y alma al presente. Ahí me tropezaba con el cariño de los dueños del Mandarina, la placidez de mis hermanas y con unos ojos verdes que me iban mirando con tonalidades diferentes, como el mar cuando le apetece confundirnos con matices cromáticos, inimaginables hasta para traspuestos consumidores de psicodélicos.
Me fascinó encontrar una tienda con ropa de etiqueta árabe, llevado allí por Fátima, donde no resistí probarme un traje de novio marroquí, digno para una ceremonia de amor. Pensé en Satoko al vestirlo. También en cómo resultaría reflejado en esos ojos verdes, que iban invadiendo el binomio espacio-silencio, que había ofrecido en la distancia.
Esa noche cenamos en el mejor restaurante de Tánger casi veinte personas. Yo con mi traje de novio y los ojos verdes justo enfrente. Al terminar fuimos a una sala de fiestas, pero antes pasé por el hotel para vestir algo más cómodo, también cargado de tipismo morisco; aunque más informal. No paré de bailar un solo minuto, necesitaba expandirme, soltar energía, experimentar la ligereza de mi cuerpo y de mi alma, flotando como quien prueba el éxtasis por primera vez. Comencé sólo en la pista. Poco a poco, fueron juntándose miembros de nuestro grupo y otros ajenos. Un conjunto de ojos de colores más o menos convencionales me rodearon, mas ninguno como los verde jade que danzaban a su aire con divertida complicidad, ora solos, ora con cualquier hombre que no fuese el occidental disfrazado de morito.
Cambiamos de discoteca y nos quedamos sólo las dos familias de Tete: la de sangre y la de adopción. No hubo más espacio para escondites por lo que, en apenas dos canciones, nos movimos el uno para el otro, sosteniéndonos la mirada.
Cuando regresamos al hotel, casi al amanecer, quise subir a la terraza. Necesitaba ver el sol nacer, reforzando la gratitud a Dios, a mi ángel de la guarda, a Iemanjá y a Xangó. Tumbado en un recoveco acogedor, se suponía que destinado a beber té moruno, subió Dania para darme las llaves de mi cuarto. En ese momento, desee abrazarla, besarla. Besarla con los ojos abiertos. Era un deseo sincero, de cariño y delicadeza. Pensé entonces en Satoko, en los labios que ella besa cuando me besa; en Dania y en que yo me iría y ella se quedaría; en que hay que vivir el momento; en la fuerza del presente; en el sentido de la libertad; en la familia que había adoptado a Tete, cuando yo le ofrecía orfandad…, y le di dos besos en las mejillas, susurrándole que soñase con los ángeles.
Al día siguiente, en Axila, compré un vestido precioso para Satoko, mi amor próximo y distante. Y lo hice sin sentido compensador o culposo. Era nuestra última excursión, donde ya no venían los ojos verdes, que se habían quedado jugando y protegiendo a los hijos de Fátima. Al terminar la comida, poco antes de tener que tomar el barco para regresar a España, apareció de sorpresa, con la pareja de sobrinos y sus padres, un brillo diferente de esmeraldas.
Confieso que me alegró verla. Confieso que me perturbó. Confieso que fui en el autobús de regreso observando el paisaje en blanco y negro. Pensando en lo difícil que es ser libre y amar. Ser libre, es no tener más límite que tu propia conciencia, que ha de convivir con tus deseos, tus fantasías, la rutina y la ausencia.
En el barco, me emocioné mostrando fotos de Satoko y, al llegar a casa, abrí una misteriosa nota que encontré en la maleta: “Nunca me había enamorado de nadie, jamás besé a un hombre, pero desee con todas mis fuerzas que lo hubieras hecho esta noche”.
Al meterme en la cama, sentí la mirada de la libertad, entre irónica y cínica. Verde, como la mandarina verde; limpia como el amor rescatado de mis hermanas; y fuerte y poderosa como la masculinidad que descubrí con Satoko, cuando identifiqué en sus ojos brillantes orientales que ser hombre estaba cargado de sentido. Amar y ser amado con espontaneidad por esa mujer escondida de la luz, como yo lo estuve tanto tiempo, no evitó que abrigara perversa saudade de atávicos escondrijos.
La vida es eso, o debería serlo, una conquista diaria. Y el mayor tesoro, tener a alguien a quien querer y que te quiera, en libertad.





Cada día oigo
en las palabras
que tecleas en la distancia,
te amo.
Te amo
mezclado con secretos
de dolores guardados,
tortuosamente protegidos.
Miedo de verbalizar,
miedo de enfrentar,
miedo de compartir,
miedo de sufrir sola,
miedo de sufrir conmigo.
Este te amo
tiene miedo de ti
y tiene miedo de mí,
tanto cuanto tu sufrimiento
tiene miedo de amar
o tan sólo
del sufrimiento
en sí

Algeciras, diecinueve de junio de 2007




Ese silencio,
que piensas
me protege
de un oscuro profundo,
es viento de tormenta
que enmudece a los pájaros
y esconde a los peces.
Calor que no seca,
humedad que no moja.
La lluvia
necesaria
ahogará
mariposas.
Mas de esas mariposas
nacerán flores
con colores de peces tropicales
y olores de pájaros sin nombre.
Y se aclarará el aire
para poder escuchar tus lágrimas
y tu sonrisa
en el otro canto del mundo,
cuando respiren libertad
sumergidas sobre las ondas
del mismo mar
con diferente apellido

Algeciras, veinte de junio de 2007




No te escondas del sufrimiento
porque el miedo seducirá tu libertad
embarazándola en un descuido.
Y pasarás el resto de tus días
cuidando los hijos
de un marido ausente
que está festejando su triunfo
en tu tiempo
en tu espacio
en el desierto oxidado de tu soledad.
Y tú, mujer maltratada,
sin tiempo y sin espacio,
hipócrita víctima de la Vida,
te quejarás en cada respiro
de lo que dejaste pasar al lado,
ocupada en cambiar pañales
de mierdas sin amor
y de pis pestilento
como tu pecho
seco de leche
de aquel amante dulce
que acarició tus cicatrices
en las costras de esa inocencia
que preferiste anestesiar
en porros de miedo
esnifando un polvo de efecto prestado.
El llanto de tus hijos,
que se reproducirán en tu vientre
como ratas,
moscas ávidas de estrumo,
te despertarán del sueño
de ese opio que nunca te suelta
de ese sufrimiento que ya no tendrá más escondrijo.

São Paulo, dieciocho de julio de 2007






¿Por qué me amas como un saco de la basura,
fiel depositario de tus larvas y garrapatas?
Pronuncias disculpas con cada te amo
y atragantas tu boca de continuos te amo,
disculpas que llegan a mis oídos
como cristales friccionados,
como uñas pasadas por un encerado escolar
donde quedan esbozados arañazos,
igual que en los balnearios públicos
anunciando alucinantes mamadas
y enrabadas furtivas,
en vez de palabras
límpidas y luminosas
de simples bienquerer.
Esa tiza de escritura suave y amorosa
la preservas para chantajistas
que te raptan con pánico de compartir
tu sexualidad, con extraños
que luchan por el amor y el respeto,
por la consideración y la intimidad,
fuera del alcance de su manipulación.
Mejor, déjame morir,
permite el exterminio total.
Hasta, puede ser, que en el ataúd
quepan las larvas que nacieron
cuando tu excremento sintió el sol.
Alucinaciones de éxtasis en media dosis,
acabarás por pensar,
o recuerdos de resacas de pasión,
igualito que en las películas,
bien más desafiantes
que el confort acogedor
del zulo afectivo donde naciste,
con ese aroma familiar a dinero verde,
cual selva amazónica que todo lo engulle.
Gracias por esa corona de despedida
irreversible y sincera.
Llora descansada, por fin,
el cadáver de ese amor disculpa,
así podrás construir,
con neurótica minuciosidad,
un altar con luces de árbol de navidad
bien destacado en tu ínclito historial.

Sao Paulo, veintiséis de julio de 2007



36. Día del padre

En este domingo doce de agosto me podía esperar cualquier cosa, salvo la celebración del día del padre. En Europa, la festividad de San José tiene por lo menos un significado, con el que acabé por identificarme más que con mi propia idiosincrasia. Todo lo que leía y meditaba en el Nuevo Testamento, sobre el padre de Jesús y el marido de María, poco o nada tenía que ver conmigo. Sin embargo, puestos a entrar en un circo de disfunciones emocionales, en mi familia tampoco pasó: mi padre también se casó con una mujer sin recursos de sensualidad, organizándose para consumar su función de macho con el resto de las féminas, siempre y cuando no le recordasen a su propia madre, lo que en la práctica sólo excluía a su esposa. Así que estableció conmigo, su único hijo, un constante concurso de afirmación, utilizando estrategias, lícitas o no, para proyectarme una personalidad mal resuelta. La figura de San José, marido afectuoso y ajeno al impulso sexual, me resultó por lo tanto pacífico de aceptar. La promiscuidad extra conyugal paterna careció, sin embargo, de complicidad por mi parte. Mi despiste era de tal orden que la única vez que di candela fue cuando, a mis doce años, un compañero de clase afirmó convicto que mis padres jodían. Bueno, mi padre podría joder con quien le saliera de los huevos; pero, desde luego, no con mi madre! Me sacó de mis casillas y, sin saber muy bien a qué me estaba refiriendo, aseguré entre mamporros que sólo follaban los maricones. Con el paso del tiempo, me di cuenta que tampoco andaba tan despistado. En fin, bromitas aparte, con este episodio ya se pueden hacer una idea de cómo integré el sexo en mi educación. La combinación franquismo-latente-catolicismo-militante, tenía motivos para sentir orgullo de su brillante pupilo.
El día de mi boda, mi padre me obsequió con el mimo de soltarle a mi mujer un “gracias por querer a mi hijo”. Ella asumió ese legado con ariana determinación, prestando homenaje a sus antepasados nazis. Mi suegro fue igualmente explícito, al proponer un brindis para que la siguiente celebración fuese nuestro divorcio. Un cáncer le ahorró, con anticipación, los costes del nuevo jolgorio.
La mujer que elegí hasta quebrar el anzuelo con la Iglesia de Roma, no tuvo dudas en truncar su estado de buena esperanza, al poco de habernos conocido, con un curioso fundamento: “¡Cómo voy a darle ese disgusto a mi padre!”. Yo apechugué con lo mío y, en mi separación, intenté exorcizar de la siguiente manera:
Perdí el derecho a llamarme hombre
cuando me dijiste que estabas embarazada.
Mi actitud fue peor que el abandono físico
pues tenías mi presencia aparente
envoltorio de un enorme vacío de inseguridades,
pánicos de infancia y terror al compromiso.
Tomaste una decisión sola
en la que encima te impuse una implícita recriminación.
Vivimos como si nada hubiera pasado,
jugando a ser adultos, seres evolucionados
en una espiral de autoengaño permanente.
Mi actitud fue de la mano
con el castigo que tu alma proporcionó:
amarme con la plenitud de tu ser
negándome hasta el extremo la masculinidad.
Aprendí la lección.
Jugar a ser hombre me costó mi decencia.
Hasta tal punto
que, alienada, te aventuraste,
creíste con ingenuidad,
a resolver tu problema,
porque necesitabas un hombre y no un hijo a tu lado.
Para eso, tuve que morir,
purgar y comprender las consecuencias de mis actos.
Agonicé como hijo para emerger como hombre.
Desde lo más profundo de mi corazón
agradezco la lección.
Espero reencontrarme contigo
y sostenerte la mirada.
Fuiste,
y bien lo sabes,
la gran lección de mi vida,
Beatriz que me guió hasta el noveno infierno.

Poco antes de venir a Brasil, el trece de mayo de 2006, día de Nuestra Señora de Fátima, por cierto, di un paso al frente, en la playa de Adraga:

Todavía no he sido padre
porque no me han dejado ser madre.
Siglos de desconfianza
y supervivencia
juegan en mi contra.
Ser madre es difícil
en un cuerpo de hombre
que conjuga el verbo persona
en género masculino.

Henrique, estimado terapeuta, me alertó sobre las elecciones efectuadas en mis relaciones, en que asumía como amigas las mujeres más atractivas, aquellas que me pudiesen confrontar como hombre y, por el contrario, me comprometía con las que tenían la maternidad excluida física, anímicamente o sobre ambas vertientes en comandita. “Lo que Alfredo debería procurar sería mujeres en edad paridera; eso sería lo natural”. El término paridera, desde luego, no resulta ni una mijina ambiguo.
Tuve que venir a Brasil para encontrar a Satoko. Cuando llevábamos tres meses saliendo juntos, le pregunté qué pensaba que podría salir de ahí. Fue firme. Tuvo un desengaño amoroso a los diecinueve años, que la llevó a renunciar a toda vida en común, por lo que celebraba cada día su independencia, favorecida por un entrono familiar más que confortable. No había siquiera perdido el tiempo en considerar la posibilidad de que podría aparecer la persona con quien siempre soñó y que, según ella como por arte de magia, yo representaba. En ese contexto, le resultaba lógico considerar la posibilidad de formar una familia; esto es, de tener cuatro o cinco hijos. Veamos, en cualquier otro momento de mi vida hubiera optado por poner pies en polvorosa; sin embrago, sentí una felicidad indescriptible, liberación de un laberinto que parecía no tener fin. Le miré a los ojos y reconocí Vida, allá en el fondo.
Cuando su padre supo del aparecimiento del emigrante de ojos verdes, mostró su impotencia ante el idilio de su hija con otro hombre que no fuera él. Todo un clásico. Se rebeló ante el riesgo de que su adorada hija lo suplantase por el alienígena venido del más allá. ¡Quiero a mi hija de vuelta!, me llegó a confesar al teléfono.
Hoy, día del padre, Satoko continúa viviendo en el apartamento que sus progenitores pagan para que pueda preservar su emancipación controlada. Sin nada que celebrar, al menos conmigo.
!Rayo de una festividad ésta! Sobre todo, para quien siente pudor y biruji en repetir el Padre Nuestro, en paz



37. Primera comunión nupcial

La memoria tiene procesos selectivos curiosos. Teniendo en cuenta que dejé la universidad hace más de veinte años, llegando a estudiar más de setenta asignaturas diferentes, de las que poco o ningún sentido práctico aplico en la actualidad, no es de extrañar que ni siquiera recuerde el nombre de alguna de esas materias.
En Teología, la orquestación intelectual más completa, compleja y perversa de Occidente, enseñaban Filosofía de la Naturaleza, donde me impresionó una figura de presencia diferente de la física o de la mental, que dieron por llamar: presencia del amante en el amado.
Tal vez, en el origen de ese concepto que nunca me llegó a abandonar, se encuentre este poema fechado en Madrid, a diecisiete de Noviembre de 1986.

¡No es verdad!,
cuando crees intrascendente
lo que piensas
lo que sientes.
Tu meditación y tu querer
lo consideras imperceptible.
¡No es verdad!
Lo que piensas te subsiste
como refugio,
refugio entrañable.
Pero, ¡ay, los sentimientos!,
lo producido por ser tú,
es el mayor tesoro,
espejismo tan real,
como tú mismo,
que se desvanece
a quienes se mueren
en ese extraño vivir
sin pensar,
sin sentir,
sin querer.

Tal vez mi presencia más presente, puesto a cortejar a la redundancia, haya sido el amor de mi madre: en contacto directo hasta su muerte, a mis trece años y, de manera más o menos sutil, hasta esta misma noche, en que me ofreció un agasajo tan insospechado, que no me deja dormir.
Establecí con ella un compromiso impúdico a la vez que implícito: equilibrar la ausencia masculina y protectora en mi hermana pequeña, que nació sin conseguir llorar, produciéndose una extraña necrosis en parte de su incipiente cerebro.
La envidia es el peor de los virus, pues no promueve ningún tipo de satisfacción; antes por el contrario, cuanto más se experimenta mayor es la infelicidad. Mi padre fue mordido por ese extraño vampiro, que le impelía alimentarse de manera insaciable de su misma sangre; quien sabe, si como vacuna contra la propagación y aniquilación de su propia desdicha.
Mi madre procesaba sufrimiento y creatividad a través de la costura, haciendo sus propios patrones y diseños. Los tres hermanos crecimos, con extraña naturalidad, ante recortes de papel que más tarde se convertían en vestidos, de simples y elegantes formatos. La modificación de un irónico diagnóstico, el inicio de una nueva gestación en vez de un devorador cáncer, que dio su primer aviso amputándole un pecho y después saboreando, con macabro sibaritismo, cada uno de sus músculos y huesos, motivó el plano de su última obra. Se trataba de un vestido de primera comunión con trazos de iniciación bautismal, derroche de cariño, impotencia y generosidad. Ani, mi hermana-hija, recibió su primera ostia consagrada en casa, semanas antes de que mi madre se despidiera de nosotros en un incomprensible para siempre cartesiano.
Ani acabó convirtiéndose en un ser con un toque angelical, debido a esa ausencia de sangre que nunca llegó a su destino. Hoy descubrí que el exceso de protección que le proporcioné durante sus cuarenta y un años de existencia, le permitió desarrollar a sus anchas un aspecto diabólico (angelical a fin de cuentas) de vivir, con plena inconsciencia, la impunidad de las consecuencias de su displicencia emocional. Consiguió armonizar una duplicidad afectiva que nos engañó a todos, mas de manera particularmente cruel a su dedicada pareja de la última década.
Acabamos de recoger las últimas quincallas, que su compañero desalentado pidió con educación retirar de su hogar desecho. La acumulación de inutilidades, sembradas como carencias compensatorias durante años, parecía no tener fin. Si le gustaba un modelo de zapatillas, se lo compraba de todos los colores posibles, al margen del número, lo que provocaba un sarcástico efecto de Cenicienta, ante decenas de calzados que nunca satisficieron a su desconsolado príncipe. El esfuerzo de selección de sólo cinco maletas con treinta y dos quilos cada una, para trasportarlas a Brasil donde se vendrá a vivir conmigo, fue delirante. Produjo como resultado, después de la inevitable rabia impotente, un desapego con asustadores toques de frialdad. Esta mañana, por ejemplo, abrió una bolsa, olió su vestido de primera comunión, y lo tiró a la basura, como a su matrimonio no celebrado, que quebró durante años en frívolos encuentros con variadísimos corazones solitarios.
Satoko, la niña mujer con la que deshojo margaritas deseando la posibilidad de lazos de compromiso en un último pétalo afirmativo, recogió el vestido con veneración.
Propuse a Satoko que se llevara a Brasil parte de los despojos de inutilidades acumulados, en este caso por mis dos hermanas, que cedieron aliviadas con el secreto intuito de que, al venderlas, consiguiese pagar el pasaje para una eventual Navidad conjunta.
Satoko aceptó enfrentar sus miedos, que produjeron esa frecuente bipolaridad entre el crecimiento intelectual y el emocional. Extraña combinación palpable en un cuerpo de adolescente en fase de resolución, recién cumplidos los veinticuatro años.
Esta noche, cuando iniciamos un viaje necesario a Portugal, previo a nuestro regreso a Brasil, ambos tuvimos la misma curiosidad. Al llegar a nuestra habitación ella se engalanó con el vestido confeccionado por mi madre, en unas fechas en que sus progenitores ni siquiera soñaban encontrarse. Lo que te estás imaginando, fue lo que sucedió: parecía un vestido de novia hecho a medida. O, tal vez, el de un bautizo de una niña que, para ser mujer, va a tener que perdonarse a sí misma; a su marital hermana; a su padre, asustadora quimera oriental frente a cualquier rival hombre que de forma tan suspicaz combate; y a la complicidad castradora de una madre, que no soporta la posibilidad de perder el control de una asepsia instaurada y confortable.
Quien sabe, Satoko pueda utilizar ese vestido, que ya le pertenece, como mujer florecida de los pistilos de una margarita policromada en armonía por la luna y el sol, con la forma de las estrellas, donde habitan los tales amantes, que consiguen ejercer esa misteriosa presencia en sus seres amados.




Entrégame el miedo
puede ser que le encante
con mi risa
y se ahogue en sueño
cuando tararee
las canciones
que invento
pensando en ti
libre de miedos
esquiando
sobre mi ternura
en el blanco deseo

Vila Joya, a 14 de Agosto de 2005



40. Las hijas de las esclavas

Pasé más de la mitad de mi vida padeciendo una timidez compulsiva, en lo que respecta a mi aproximación a las mujeres. Aunque todo indica que en los últimos meses asistí al ultrapasar de esta coyuntura, con holgada naturalidad.
Tete contempló, durante décadas, ésa mi incapacidad, con inquietud. De ella salieron sabios y desconcertantes consejos, como: “Mira hermanito, los ascensores se han inventado para algo más que para transportar gente. Cuando estés solo con una muchacha en el ascensor, tienes que besarla. Ella siempre estará esperando que pase algo. Y no te olvides de que somos capaces de perdonar las tentativas pero no así su ausencia”. Vivimos juntos situaciones grotescas en los múltiples viajes que hicimos juntos. Solíamos definir a la víctima y luego ella se encargaba de estimularme para que hiciera diana. La mayor parte de los ensayos resultaron infructíferos, ya que experimentaba algo semejante a una parálisis de piernas y labios.
Hoy en día abordo todo lo que se mueve y consiguió dejar hasta a mi hermana traspuesta.
En Trancoso conozco mucha gente, con la que me relaciono fácilmente, con diferentes grados de éxito en lo concerniente a la continuidad. El otro día, por ejemplo, entré en un salón de belleza dispuesto a hacer el servicio completo: cortarme el pelo, manicura y pedicura. No había clientes, así que de repente me hallaba ante un verdadero harén. Cuatro chiquillas a mi alrededor, a cada cual más alegre, no disfrazaban su curiosidad por el forastero que acababa de entrar. Hicieron las indagaciones oportunas, encaminadas al quid de la cuestión: “Su mujer debe estar feliz con un hombre que se cuida tanto, porque aquí los mozos son bastante agrestes”. Ante la noticia de que estaba divorciado, mencionaron de inmediato a la dueña del local, que también estaba divorciada. Quisieron saber si me gustaban las mulatas y les respondí que lógico que sí. Entonces fueron a buscar a Daiane pare que me cortase el pelo.
Me gustó en cuanto la vi. Tiene los músculos esculpidos en su cuerpo, ya que pasa el día entero en el gimnasio, haciendo capoeira o caminando por la playa. Vino para Trancoso con su marido y tres hijos. Entretanto, él se perdió, como tantos otros, con marihuana, cachaza y nativas. Ella, como tantas, tomó actitudes y decidió asumir las responsabilidades familiares. Una vez que había trabajado en Sao Paulo como peluquera, aceptó montar un negocio con la dueña de la Estrela d’Água, uno de los tres Relais&Châteaux que hay en Brasil, a partir de la antigua casa de Gal Costa.
En los días siguientes, marcamos varios encuentros. Cenamos, conversamos, dormimos juntos y acabamos por darnos cuenta que era mejor apostar en una amistad duradera de que en una pasión sin entusiasmo.
Hace años que Daiane no tiene noticias de su padre, pero me habló llena de ternura de su madre, a pesar de mencionar que era una persona dominada por la tristeza. “Mi madre sufrió demasiado, fue esclava hasta los dieciocho años. Nació en Mato Grosso y no recuerda cuántos hermanos tenía, pero eran bastantes. Cuando mi abuela falleció, mi abuelo repartió la prole y mi madre, que era apenas un bebé, se quedó con una matrona que la trató con mucho cariño. Sus únicas memorias afectuosas de la infancia las tiene de aquella época, de una mano acariciando sus cabellos. Cierto día apareció una turista de Sao Paulo que se encaprichó de la pequeña y convenció a la señora que la custodiaba para que se la diera en adopción, pues aseguraba que podría proporcionarle mejores condiciones de vida en la ciudad. Fue tan persuasiva que mi madre acabó por ir a esa gran urbe, a más de cuatro mil kilómetros de distancia de su tierra natal. Vivió cerrada en una casa, donde trabajó como chica para todo sin recibir ninguna paga, cuidando también de las hijas de la supuesta protectora. Unos diez años más tarde, un pintor que fue a hacer un servicio, al saber del abuso, se llevó a la joven con él. Poco tiempo después, se casó con uno de sus hijos, mi padre”.
El relato me dejó medio grogui, sin creerme que algo así pudiera haber pasado a finales del siglo XX. Sobre todo, si tenemos en cuenta que la Ley Áurea, que abolió la esclavitud en Brasil, data del trece de mayo de 1888, algo antes de la aparición de Nuestra Señora de Fátima. Daiane afirmó que no se trataba de un caso aislado y que resultaba algo más frecuente de lo que imaginaba. Aún así, continué escéptico.
Hoy volví a Sao Paulo, otra vez. En el aeropuerto había un grupo de adolescentes que regresaba de su viaje de fin de curso. ¡Rayo de una mixtura de razas que resulta en mujeres lindas! Reparé en una morena, con cuerpo de mujer y el rostro lleno de espinillas. Ya dentro del avión, el asiento que tenía al lado estaba libre y la chica que se abrochaba el cinturón en el pasillo, en pánico, pidió a una amiga que se sentase a su lado. Fue así que se instaló junto a mí, la tal Lolita morena. Después de presentarme, sin ningún tipo de ayuda alucinógena como era habitual, inicié el interrogatorio. La chavala estaba casi sin voz, pues apenas había dormido la última semana y estaba perdida de amores por un colega, que se cepilló a media clase, por lo que vine a saber. Al preguntarle sobre sus trazos exóticos, me confesó que su abuela era india y que fue vendida de pequeña. Más tarde huyó y vivió en la calle durante años. “Yo no la conocí porque murió al dar a luz a mi madre”. Así se acabó mi incredulidad.
Todavía tengo que procesar que vivo en un país donde conviven familias, pocas, que preservan sus orígenes aristócratas, junto con hijos de esclavos, conniventes con una sociedad que reclama derechos básicos, como un borracho habla de las peripecias de una juventud desperdiciada.




40. Una de turismo sexual

Mi mudanza estuvo tildada de un cierto componente quijotesco, pues de Brasil conocía tan sólo dos destinos turísticos: Pipa y Trancoso. Algo así, como querer vivir en Europa después de haber pasado vacaciones en Zambujeira do Mar y Formentera. Fue por eso que pensé que no sería tan mala idea dispensar algo de tiempo en elegir dónde me asentaría. Al principio, hasta llegué a considerar la posibilidad de recorrer los casi nueve mil kilómetros de costa de mochila. Después de haber hecho el Camino, me atrevía con todo. Me persuadieron lo justo y acabé por rectificar, dejándome llevar de Rio a Sao Paulo, para recular en el sur de Bahía. En cualquier caso, me quedó el gusanillo de haber dejado huérfana una parte significativa de mi espíritu aventurero.
Brasil cuenta con un par de compañías aéreas que, al margen de desempeñar una función docente ejemplar, en el ejercicio de paciencia y resistencia de sus pasajeros, sacan de vez en cuando ofertas que estimulan nuestra tendencia al masoquismo. He ido aprovechando algunas gangas para ir descubriendo este país de dimensiones colosales.
Hagamos una concesión a la erudición. Brasil tiene veintisiete divisiones, de las cuales veinte superan los 92.365 km2 lusitanos. El estado de Sao Paulo, situado en el 12º lugar del ranking es casi tres veces mayor que Portugal, con 248.256 km2 y sólo la capital cuenta con más del doble del total de sus habitantes.
Ya instalado en Trancoso, una mañana, antes de ir al aeropuerto de Porto Seguro donde embarcaría para una de esas ofertas imperdibles, quise ir a la playa al rayar el alba. Me encontré ahí con una pareja de residentes, que quería comenzar su jornada con igual baño de naturaleza. Una cosa nos llevó a la otra y el chico me comentó que estaba un poco de los nervios porque iba a tener que viajar en breve, hasta Campos de Jordão, para ir a buscar su coche, pues no encontraba a nadie que le hiciera el favor y lo estaba necesitando para desempeñar sus funciones de arquitecto. Me ofrecí entonces para tal cometido, yendo al encuentro de uno de mis deseos pendientes: un viaje de dos mil kilómetros, cruzando tres estados, sin prisa para disfrutar de la carretera y dispuesto a aceptar los caprichos del destino.
El arquitecto quedó en que daría un toque a sus hermanas, para combinar los detalles de la operación. Un par de días más tarde, recibí una llamada en Sao Paulo, que confirmaba que el Ford Fiesta me estaba esperando.
Un poco de cultura general nunca le ha hecho mal a nadie, salvo en la época de la Inquisición. Campos de Jordão es una estancia termal, fundada a finales del siglo XIX, localizada a unos 165 km de Sao Paulo, en dirección a Rio de Janeiro, en una sierra llamada de Mantiqueira. Supera os 1.600 m de altitud, lo que suele proporcionarle temperaturas debajo de cero. A este municipio, con más de 50.000 habitantes, se le conoce como la Suiza brasilera y multiplica en invierno su población, al ser procurado para pasar fines de semana en un espíritu semejante a los destinos vacacionales centroeuropeos, que bautizan cervecerías y hoteles por doquier, como era el caso del Baden-Baden.
Resultó extraño sentir frío de verdad, volver a ver inesperadas hortensias y no resistir a una fondue de chocolate caliente.
Desafié a Francisco para que me acompañase desde Sao Paulo a Trancoso, optando por la ruta del interior, para poder pasar por Tiradentes y Ouro Preto, emblemáticas localidades de Minas Gerais. Estado mayor que Francia, por cierto.
Tiradentes será el destino más parecido a Portugal que encontré fuera de Portugal, en una mágica simbiosis entre alentejana y miñota, que se preserva con una autenticidad desconcertante. Además de su envolvente arquitectura, maravillan los hotelitos y restaurantes que nos provocan un efecto hipnotizante, como si una regresión histórica y anímica consiguiera abstraernos de una identidad nacional tan trabada cuanto la brasileña.
Cargué el coche como si fuera un chamarilero andante, ya que Tiradentes es uno de los focos de artesanía más reputados del país.
Esa noche, fue para mí un enigma la forma en que Francisco se esfumó después de cenar, mientras yo me cobijaba dentro de las sábanas, dispuesto a imaginar como encajarían mis nuevas adquisiciones en mi cubículo trancosense.
En el desayuno, Francisco, todo un personaje, me contagió su estado de euforia por el polvo que había echado a la sombra de la luna, oculto detrás de un castaño centenario que había al lado de la Iglesia Matriz, con un joven lugareño.
Siempre me fascinó la desenvoltura con que algunas personas de mi entorno lograban proponer y consumar relaciones sexuales, con porcentajes de éxito que rozaban la infalibilidad.
Seguimos nuestro particular road movie por la embriagadora Estrada Real, donde tanto oro y piedras preciosas se transportaron desde de Minas Gerais hasta Paraty, para ser más tarde embarcadas, allá por el siglo XVIII.
Ya en Ouro Preto, la primera ciudad brasileña declarada Patrimonio de la Humanidad, por la UNESCO, en 1980, nos ofreció sus servicios un guía de cultura inquietante. Nos mostró desde la Iglesia de Nuestra Señora del Pilar, máxima expresión del dramatismo y opulencia del barroco mineiro, hasta galerías de los antiguos yacimientos de oro o un austero hotel obra de un Niemayer, en su primera época.
Cenando en las proximidades de la imponente Plaza Mayor, Francisco le soltó a nuestro guía dónde follaban en esa tierra los que no apreciaban almeja. El efebo, con simpatía y naturalidad, afirmó que ese sería un asunto fácil de resolver, dependiendo de las necesidades y preferencias. Francisco abrió su juego sin pamplinas, con precisión, dejando definidas funciones y expectativas, cuantificadas sin vergüenza.
Persuasivos el efecto de la palabra y la franqueza de los números.
Yo, de nuevo en la cama solitaria, abracé mis fantasías, víctima de una compostura en fase terminal, que comenzaba a padecer los devastadores efectos del virus de la distensión.
De hecho, aún padecía la bipolaridad sexual entre la imaginación y la realidad, aunque el antídoto capaz de provocar el ansiado alineamiento comenzaba a hacer efecto.



41. Nadir me trajo a Brasil

Hoy es un día particularmente feliz. Estaba terminando el último libro de una colección de cocina tradicional y creativa portuguesa, que ando coordinando desde aquí para una editorial española y que se publica todas las semanas en Portugal, cuando recibí el siguiente mensaje en mi buzón de correo: “Sí, nos interesa Madrid me Mata, cuando puedas, háblame. Besos. Nadir”. Milagro cibernauta, impensable hace nada.
Desde México, me comunicaban que querían publicarme la novela. Escribí Madrid me Mata en español, aunque fue editada primero en portugués, teniendo que ser traducida. Dos años más tarde, viviendo en Brasil, consigo que una editora mexicana apueste por mi manuscrito: ¡Antes muerta que sencilla!
Conocí a Nadir en una fase en que estaba viciado en internet. Potencié esa dependencia en la pesquisa que llevé a cabo durante el proyecto de una otra novela, en la que el protagonista, un científico psicópata, elegía a sus víctimas en la red. Esta situación me llevó a tener relaciones virtuales con medio millar de mujeres de todo el mundo. Toda una experiencia, que me dejó con el paso cambiado, creo que hasta hoy.
Nadir es una antropóloga venezolana que estaba cursando el doctorado en la Universidad Autónoma de México y fue una de las excepciones a la regla, a quien ahorré cualquier tipo de aproximación libidinosa. Nuestras charlas eran interesantes, cómplices, dependientes, en las que intercalábamos miedos con deseos. Ella escribía cuentos que yo admiraba, en un lenguaje nuevo, desenfadado, de raíces latinoamericanas. Conseguí comprenderme a través de la poesía, como casi siempre:

Tus palabras,
tus cuentos,
me hacen viajar,
cruzar el mundo.
Me enseñan
que, por más sed que tenga,
no puedo beber el Atlántico,
estando salado
y lleno de bichos
reales,
como tus fantasmas
de miedos reales,
de esperanzas
dulces,
dormidas en estómagos
de ballenas
con flores sobrevivientes,
boquerones marinados de nostalgia
y mariposas huérfanas de crisálidas.
Respirar lo que expiras
implica branquias
y nacerme alas
para nadar en tu aire.
Quiero entrar en tus palabras.
Me gusta ese cosmos,
que vistes de sentimientos
y desnudas de emociones,
distanciándolo de ti misma.
Préstame la libertad
que broncea tu piel
para pasear de la mano
de tus monstruos,
escondiéndome entre espinas
de ágaves,
maquillado con pigmentos oníricos
de peyote
camaleones atrevidos
y expectantes.

A Nadine
Estoril, cuatro de mayo de 2005

El lanzamiento de Madrid me Mata en Portugal coincidió con el traspaso del Xtoril-Café, en el Casino Estoril. Fueron dos liberaciones en una. En esa época, decidí cogerme unos días de vacaciones para reflexionar sobre mi vida. La primera opción fue ir a México, para conocer en persona a Nadir. Una vez organizada la parte logística, le llamé para ajustar agendas. Fue en ese momento, cuando me desanimó, al contarme que había empezado a salir con un tipo y que no le parecía justo que recorriera medio mundo, sin que ella estuviera disponible. Le agradecí su sinceridad y cambié de registro en un pis plas. Un amigo me dio el teléfono de un eficaz agente de viajes, a quien pedí orientación para una opción de descanso, donde sintiera naturaleza y compensase los rigores invernales lusitanos. Me preguntó si tenía algo que objetar contra Brasil y le respondí que en absoluto, sin entender muy bien su reparo. Por lo visto, había una promoción para Porto Seguro. Yo sólo quise saber si tenía playa, tal era mi ignorancia al respecto. Fue así que vine a parar a Trancoso, por unas calabazas virtuales.
Meses más tarde, Nadir decidió desistir de su doctorado y quiso aprovechar parte de sus ahorros para realizar un viaje por Europa. Tenía previsto pasar unos días en Madrid, lo que permitiría que después de tanta peripecia nos encontrásemos. No dudé en hacer los setecientos kilómetros que nos separaban y la fui a buscar al aeropuerto, el día que llegaba de Bucarest, donde había visitado a un colega de facultad. Apareció con un collarín ortopédico, con aire desconfiado y ausencia total de alegría. Había padecido un secuestro en la víspera. Un taxista les estaba sacando de la ciudad, y tuvieron que saltar con el coche en marcha, en mitad de la autopista, ella y su amigo rumano. Incluso para alguien que residía en México DF, se trataba de un suceso traumatizante. Pasé los tres días siguientes en casa de mi hermana, esperando una llamada que, por horas, estaba tomando proporciones ridículas. Fue una absurda manera, consciente o inconsciente, de abortar una relación en periodo gestante.
Meses más tarde, ya en Brasil, retomé el contacto virtual. Nadir estaba recién colaborando con una editorial mejicana que quería reformular su orientación con obras comprometidas. Me pidió que le enviase el manuscrito original y así lo hice.
En menos de un mes, vino la respuesta, repleta de sentido. La mujer que, sin pretenderlo, fue responsable de mi nueva vida en América, era la pieza catalizadora para publicar mi primera novela, por primera vez, en mi lengua materna.
Como cantaba Pedro Navaja: “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”.



42. Una charla, necesaria, sobre sexo

¡La cantidad de vueltas que le di a la cabeza, para encontrar un adjetivo que se adecuara a la revelación que sufrí al poco de mi llegada, meses atrás!
Me convencí, durante bastante tiempo, que tenía talento para darle placer a una mujer y me contentaba pensar que eso era lo que más me excitaba. Como en otras facetas del ser humano, es más fácil dar que recibir. Quien da, controla, palabra mágica; quien recibe, si lo hace con sinceridad, necesita de una considerable dosis de humildad para gestionar ese estar en deuda, que sólo se zanja con proporcional sentido de gratitud cósmica. Aprender a brillar en los preliminares, fue una rica manera de proteger vulnerabilidades y satisfacer, con falsa modestia, mi auto confianza.
Al aterrizar en Sao Paulo, traía una considerable lista de amantes virtuales, dispuestas a ser cotejadas con la realidad. Una de ellas prendía mi atención de manera especial. Tenía treinta años, estaba casada en segundas nupcias y era madre de dos hijos que vivían con el padre, en otro estado. Disfrutaba de un amante fijo, por quien moría de amores y no dispensaba al menos un polvo diario. Todo esto, y mucho más, me fue relatado en múltiples sesiones nocturnas en Estoril, pues la muchacha se quedaba sola en casa mientras su marido, conductor de camiones, viajaba durante semanas por todo Brasil. ¡Ah! Por cierto, su anhelado proveedor sexual, también estaba comprometido maritalmente. ¡Parecía un episodio de la serie Enredo!
Fue de las primeras personas que contacté cuando llegué a Sao Paulo, con la expectativa de marcar una cita. Para mi sorpresa, aceptó sin pensárselo dos veces pues, incauto de mí, pensara que mantenía alguna fidelidad al tal amante, fiel depositario de su furor uterino. En cualquier caso, puso como condición que fuera esa misma noche. En aquel momento, eran más o menos las siete de la tarde. Le pregunté dónde vivía y me dijo que en Sorocaba, a unos cien kilómetros de la capital. Hasta ese altura, no había conducido en Brasil pero, como mi vida sexual desde Rio de Janeiro había sido bastante solitaria, pensé: ¡Adelante, como los de Alicante! Dejé una nota a Francisco, para que no se preocupase, y me fui a alquilar un coche. Pedí un mapa en la locadora, junto con indicaciones precisas de cómo salir de ese enmarañado de radiales y circunvalaciones, que consigue desorientar y desesperar hasta a peritos conductores paulistas.
Me organicé bastante bien, la verdad En menos de media hora, me topé con las primeras placas que me fueron avisando de la proximidad de mi destino. De vez en cuando, iba calentando motores con pertinentes sms y alguna que otra llamada al móvil de la vestal tropical.
Todo iba a las mil maravillas, hasta que llegué al punto donde se suponía tenía que girar. El fatídico kilómetro 97 de la autopista Castelo Branco. En fin, que allí no había resquicio de salida alguna y, por tres veces, tuve que invertir la marcha para llegar obsesivamente al mismo lugar, ante la tozudez de la chavala que aseguraba que era justo en el km 97 donde se hallaba el desvío, utilizando cada vez tonos menos libidinosos. Hasta se le ocurrió proponer el abandono. ¡Era lo que faltaba! Después de tamaña odisea, cómo para volverme de manos vacías. No obstante, continué avanzando y, en el kilómetro 107, descubrí la mierda de la placa que tanto me había hecho penar. Al cabo de media hora, en que gasté una fortuna al teléfono porque, como ya había comentado, saliendo del municipio donde tienes el contrato pagas roaming, como si estuvieras en el extranjero, llegué por fin a su casa. Se trataba de un barrio bastante popular, entiéndase como un eufemismo, donde tuve que aguardar en una calle desierta, al lado de una cabina descuajeringada. Fueron unos minutos fatales, donde me asaltaron macabros pensamientos, ninguno de ellos resultaron benevolentes conmigo mismo. Hay que reconocer que no andaba escaso de espíritu aventurero. Encima, con todas las historias que se escuchaban en los telediarios locales... Pero como dicen aquí, quem não arrisca não petisca, que traducido viene a ser como: quien no arriesga no merienda.
Surgió acelerada, con un vestido negro de lycra, de esos que se compran en las ferias y que sólo le sientan bien a quien goza de un cuerpo insinuante y bien proporcionado, como era el caso. Morena, de ojos verdes, sinuosa, gata, con pechos medianos de pezones respingones, sonriente y con desparpajo natural, la criatura estaba nerviosa ante la posibilidad de ser descubierta por alguna de sus cuñadas, que eran vecinas. Así que, con prestancia militar, me fue dando órdenes para llegar a un motel en la salida de la ciudad.
Nunca, hasta la fecha, había entrado en un motel. Como tampoco todavía he fumado un porro o bebí mi primera cerveza ya cumplidos mis cuarenta años. Cé la vie!
Su elección resultó tan pretenciosa como el neón del anuncio: Pompeya. Esculturas romanas de tamaño natural en escayola, se distribuían por una especie de condominio, donde entrabas con el coche hasta dentro del garaje de tu respectivo adosado. Pero antes, tuve que escoger una habitación. No opté ni por la más barata ni por la más cara. Aun así, disponía de un jacuzzi del tamaño de una piscina infantil, otro eufemismo.
No perdimos mucho tiempo en presentaciones, pues ya nos habíamos hartado de hablar en el ordenador. Al que tanto le gustan los preámbulos, se vio atropellado por una diosa que ansiaba la penetración. Nunca sentí nada semejante. Imagínense la combinación de un culo vibrante del Sambódromo de Rio, junto con un absoluto control de los músculos internos de la vagina, que conseguían magistrales armonías rítmicas, con la dicha vibración, aderezadas con arrítmicas improvisaciones de jazz, dignas del mejor Miles Davis. La morena era insaciable. A pesar de mi edad, aguanté el tipo, intentado reducir la cadencia de tal avalancha de placer. Procurando un respiro, le alcé las piernas para dejar sus proporcionadas nalgas suspensas, sin punto de apoyo. Incluso así, aquel portento de la naturaleza conseguía moverse de forma trepidante. Nunca reclamaron tanto mi poya como en aquella noche.
Fue así, iniciada la década de los cuarenta, que se me cayeron los palos del sombrajo. Asumí que, hasta ese día, nunca había sido bien jodido. ¿Se dan cuenta ahora de la dificultad para encontrar un calificativo adecuado para tamaña revelación?



43. Esta cosa del Brasil Tropical

Esta cosa de residir en un destino apacible, que las personas visitan con impaciencia, queriendo exprimir cada día con el máximo posible de excitación, tiene su telenguendengue. No hay límites para caipiriñas, porros, esnifamientos, pensamientos lascivos y resacas prolongadas. Trancoso es tierra de contrastes. Lo que la naturaleza puede proporcionar, implica una humildad que es raro vestir en dinámica de vacaciones compensatorias. Playa, sí; pero con un chiringuito cerca donde no falten cervezas, cachazas mezcladas con todo tipo de frutas exóticas y cuerpos atléticos vendiendo collares, trajes de baño, empanadas de carne, queso a la parrilla o polos de sabores con nombres de pájaros.
Es necesaria calma para sentir las mudanzas del sol en la piel, de los matices del relente en la primavera, de la paleta cromática que el mar proporciona cuando envuelve cabezas de tortugas, que se distinguen entre la espuma de las olas.
Con cierta frecuencia, algunos amigos vienen a echar un vistazo a su alienígena de estimación y adhieren a la gula de los sentidos, como si la borrachera diaria fuese sinónima de felicidad y dormir durante la noche, para aprovechar la luz del día, el cúmulo de la decadencia sin tempero. No tarda nada y entramos en ritmos discordantes. Cuando ellos se levantan, ya abracé el sol y aquellos cerebros, que fueron machacados durante horas por decibelios absurdos de axé o música electrónica, se irritan porque no soportan el barullo del viento.
Cada vez me siento más ermitaño, distante de esas fantasías de sexualidad de rico bromeando con ser pobre o de pobres disfrazados de intelectuales de izquierda, que juegan a ser cosmopolitas porque saben calibrar caricias en casi todas las divisas conocidas.
Los chistes de folladas mal resueltas, las conversaciones banales, las risas surgidas en todo lo que se mueve, crean neblinas más espesas que las generadas por el trópico. En Trancoso puedes disfrutar de una calidad de vida difícil de superar con muy poco. También de una insatisfacción infinita, con todos los billones de dólares de dueños de compañías aéreas, fabricantes de automóviles o inventores de perfumes.
Yo llegué pensando que era un hippie reciclado. ¡Menudo disparate! Lo que soy es un freaky que quiere ser feliz, caiga quien caiga. Pero no puedo ser feliz si no alineo mi capacidad intelectual con las emociones y el cuerpo. Los malabarismos que soy capaz de provocar con las palabras, son lo que la mayoría de los bahianos obtiene con su físico, bailando forró o practicando capoeira. De ahí, que haya comenzado a recibir lecciones de capoeira.
La capoeira sirve de ayuda para relacionarte con los músculos y la tierra, con las energías primarias, en definitiva. Es lúdica, exigente, sensual, un intermedio entre danza y arte marcial. Yo pasé gran parte de mi vida de espaldas a mi cuerpo, considerándolo el enemigo, una pieza a abatir. Haber estudiado teología, para ser sacerdote en el Opus Dei, no fue de gran ayuda, que digamos: pensamiento, palabra, obra y omisión; por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa… Poca margen de maniobra nos restaba.
Esta semana vino a visitarme Francesca, de quien pensaba que podría estar enamorado. Siempre tuve la impresión, después de cada encuentro, de que nuestra historia estaba pendiente de resolver. Por lo menos, de esta vez, se aclaró. En diez días evitó a toda costa entrar en la esfera emocional, sin que faltasen, eso sí, bromitas infantiles y guiños adolescentes, en una constante necesidad de proponer programas, que acabó por provocar extremo desgaste en la convivencia. La intimidad, sedienta de ser participada, fue asfixiada por la frivolidad de la glotonería de unos días inhibidores de conciencia.
Luto liberador de más un proyecto conjunto.
Al menos eso.



44. Ésta no engaña a nadie

Ya fui un contador inveterado de chistes, sin embrago cada vez tengo menos paciencia. A pesar de que pueden ser bastante útiles para ilustrar la realidad, como en este caso. Un tipo quería entrar en una discoteca y el portero se lo impidió, por no ir acompañado. Ante la negativa, procuró una solución y fue a negociar con una mujer de la calle. De nuevo, el portero recusó el acceso, y de esta vez argumentó que no admitían acompañantes de reputación dudosa, a lo que el fulano contestó: “Dudosas serán las que están dentro, porque ésta es puta, puta, puta”.
Más o menos por Semana Santa, estando en una de mis habituales visitas a Sao Paulo, coincidí con un grupo de amigos portugueses, acérrimos consumidores de sexo de programa. Quedamos para cenar en el D.O.M.. Cualquier disculpa para volver al restaurante de Alex Atala, sería bienvenida. Cuando llegué, estaban los cuatro mosqueteros con cinco mujeres de cortar la respiración. Cada una mejor que la otra. Jóvenes, con aire pijo, sentido del humor (básico, pero sentido del humor a fin de cuentas), miradas provocantes y un buen rollo contagiante. Una se presentó como siendo veterinaria, otra farmacéutica y la que tenía al lado se definió como cocinera particular (como mi madre, pensé, mira qué mona). Comencé a meter palique con el portento que tenía enfrente, interesada en saber mi actividad profesional: periodista y escritor, respondí. “¡Ah! Entonces podrías inspirarte en mi vida”. Mira por donde, es lo que estoy haciendo en este momento. Me aseguró que ya había leído un libro de un escritor famoso, pero que no recordaba el nombre. Se quedó pensativa, con la mirada perdida, momento en que reparé como los pezones le sustentaban un vestido que desafiaba todas las leyes de la gravitación universal, con un simples respirar. Uno de mis amigos decidió revelar su erudición, escupiendo una lista de autores estereotipados. No tardó en desvendarse el misterio pues, como no podía dejar de ser, se trataba de Paulo Coelho. Otro de los portugueses afirmó convicto que a él quien le gustaba de verdad era Gabriel García Márquez, guiñándome el ojo. El bello ejemplar de tetillas respingonas, que sabía el valor de la lectura pues ya lo había descubierto en un libro, me clavó la mirada al tiempo que resolutiva exclamaba: “Entendí, ¡tu eres Gabriel!” Aunque parezca mentira, no piensen que hubo la mínima dosis de sarcasmo o ironía, al menos intencional.
La intensidad intelectual de los comensales no decayó. Elegí los vinos y mis amigos pidieron que los explicase. El primero fue un Pinot Blanc alsaciano, del Domaine Paul Blanck. Tuve que aclarar que Alsacia era una región de Francia. El ambiente fue ganando chispa y las mozas mostraron sin pudor su dominio geográfico, que pasaba por visitas a jugadores de la selección brasileña pertenecientes a equipos europeos, lo que incluía también agentes, presidentes de clubes y árbitros. Las descripciones que se siguieron fueron para echarles de comer a parte. Alguno de los comentarios más disparatados que imagine posibles, afloraron en esa velada. La cuenta estuvo en consonancia con lo esperado y dobló el salario mínimo nacional, por cada caballero. Aunque, en mi caso, fui dispensado y se me incluyó en el grupo de amigas de reputación esclarecida, que ni amago hicieron de entrar en el escote (al menos, yo saqué mi tarjeta de crédito del bolsillo, que voló con desdén del otro lado de la mesa, gracias a Dios y a mi amigo Manuel)
Conseguí el teléfono de la colega que, hasta la fecha, muestra su dislexia desconfiada, sin haber aclarado si me llamo Gabriel o Alfredo García Márquez.
Unos meses más tarde, la invité a pasar un fin de semana en Trancoso, en pleno invierno paulista, después de que mi relación con Satoko terminara con más pena que gloria. Me avisó por teléfono que iría encantada, aunque estaba sin un duro. Yo ofrecía comida, cama y ropa lavada, así como el billete de ida y vuelta, pensando que se trataría de una propuesta más que estimulante. ¡Tururú!
Nunca había presenciado tal dosis de capricho, tal aire de no me toques y petulancia en cada comentario, como aquél genial de todo el mundo sabe que no existe el vino dulce, que se trata de sucedáneos (¿de dónde coño sacaría la palabra? No de García Márquez, con certeza). Se pasó el fin de semana mirando con avidez los cuerpos de mis colegas de capoeira y participándome su jaqueca cuando le echaba vistazos a los botones sobresalientes en el interior de su ínfimo biquini. Parecía que la antipatía sólo se atenuaba con idas a la peluquería, botellas de champagne y consumiendo todo aquello que ofreciese no importa qué vendedor ambulante.
Lo grotesco de la situación fue que la Barbie estaba llena de plásticas, en contra de la frescura de las bahianas con las que solía jugar volei en la playa.
La víspera de volverse a Sao Paulo, tuvo un acto de iluminación verbal, explicando que había cosas que no le apetecía hacer y que prefería ser honesta. No le hacía ninguna gracia esa patraña de agradar, prefería en cambio que le agradasen. Más vale tarde que nunca. Se establecieron reglas del juego claras, que me permitieron dejarla plantada para ir a cenar y después bailar forró con mis amigas del volei. Al día siguiente, tenía un cabreo de mil demonios.
Estuvo bien tomar conciencia de mi estupidez y resolver, espero que para siempre, otra de las fantasías que tenía pendiente desde mi adolescencia.
Me acordé de la Lupe y su magnífica interpretación de: Teatro, lo tuyo es puro teatro, falsedad bien ensayada, verdadero simulacro.
Al final de cuentas, hasta creo que se trató de dinero bien empleado. Asimilar que no hay precio que pague una caricia espontánea y sincera es lo más libertador. Intentar ser productores ejecutivos de nuestra propia película emocional, a base de talonario, puede proporcionar éxitos de seriales radiofónicos, pero difícilmente un diario de putas tristes, en cien años de soledad.




45. ¿Serán simples coincidencias?

Mi amigo João Líbano, administrador de una importante agencia de comunicación, me comentó, en repetidas ocasiones, lo conveniente que podría resultar que trabajase como corresponsal de prensa en Brasil. En particular, mencionaba un nuevo proyecto que estaba a punto de lanzarse en Portugal: el semanario O SOL. Por un lado, me apetecía; pero, por otro, no me veía dando noticias políticas ni teniendo que distraer mi atención de aquél que era mi objetivo fundamental: el mundo de las emociones humanas.
Otro querido personaje, Juanma Bellver, director de La Luna de Metrópoli, me habló en mi despedida de Peter Mayle y de su A Year in Provence, que ya vendió más de cuatro millones de ejemplares. Se trata de un conjunto de crónicas que relatan su experiencia durante un año en esta zona del sur de Francia. En un principio, se instaló allí para terminar su próxima novela y acabó relatando su vida.
En Brasil tardé un poco en comenzar a escribir. Dedicaba más tiempo a integrar vivencias que a dotarlas de perspectiva por medio de anotaciones.
Mi meta inicial era acometer la segunda parte de Madrid me Mata, que se titularía Hasta que la Vida nos Separe. Sólo que un día me apeteció esbozar una historia a cerca de una excursión a la Playa do Espelho, en que convidamos a dos chavales que querían servir de guías. Otros relatos se siguieron, hasta que uno de ellos se lo envié a quien me lo había inspirado. Cuando Vasco recibió Saudades no Correspondidas, me respondió enseguida. Le encantó y me preguntó si no estaría interesado en publicar ese tipo de textos en O SOL, pues se llevaba muy bien con Vítor Rainho, el director de la revista. Le comenté que ya se habían llevado a cabo algunos contactos, sin el mínimo retorno, pero que agradecía su interés. Pasados diez minutos, Vasco me llamó dándome el correo electrónico de Vítor, afirmando que estaba esperando que le enviase una propuesta. En menos de dos horas, mandé un presupuesto y cuatro crónicas. Una semana más tarde, volví a dar un toque y de nuevo de poco sirvió. Así, acabé por olvidarme del tema. No en vano, continué con las crónicas.
Todavía recibía encargos para escribir sobre gastronomía y vinos, para España, Estados Unidos, Alemania…, cualquier lugar, menos Portugal. ¡No deja de tener su gracia! A pesar de todo, recibía esporádicas informaciones sobre productores y restaurantes. En uno de esos press releases, me comunicaban el lanzamiento de un Quinta do Ameal en formato Magnum. Contesté al propietario, Pedro Araujo, ya que, al ser sobrino de mi amiga Mariana de Sao Paulo, había escuchado su nombre con cierta frecuencia. Pedro me comentó que estaba organizando unos días de vacaciones en Brasil y que pensaba incluso en pasar una semana en Trancoso. Quiso saber si le podría aconsejar en la reserva de hotel. En esa altura, yo estaba viviendo en casa del Arara, pues acabara de cerrar la tienda donde había estado acampado los últimos cuatro meses. La cuestión no eran las habitaciones, que había de sobra, sino que yo estaba de prestado; aún así le dije a Pedro que preguntaría a mi amigo si habría algún problema en que se quedara conmigo. Pedro me agradeció la gentileza, pero tenía previsto venir acompañado y aseguró que preferiría una opción más independiente. Eso simplificaba las cosas.
En mi siguiente tournée a Portugal, me propuse ver al mayor número posible de amigos. Una noche, fui a cenar al XL, el restaurante de Vasco. Yendo de camino, me acordé de Gigí, un colega restaurador de Vasco ¿, excelente persona, que fue de una generosidad extrema, cuando atravesé una delicada situación económica, ofreciéndome su casa de Quinta do Lago para pasar unos días de vacaciones con Ani y mi cuñado. De aquella fase, es el siguiente poema:

Vuestra generosidad
huele a esfuerzo
y falta de sueño.
De ahí, vuestro regalo
ruborizar mi pudor,
germinado en compromiso
de extrema exigencia,
para ser merecedor,
con dignidad,
del descanso
que proporciona
vuestro talento.
¡Bienaventurados seáis!
Que mi sonrisa
expanda vuestro abrazo.

A Leonor e Gigi
Quinta do Lago, a quince de agosto de 2005

Dicho impulso fue toda una iluminación. Gigí reaccionó a mi llamada con entusiasmo, comentándome que tenía un regalo guardado para mí desde hacía meses, comprado en San Sebastián. Le expliqué que estaba en Lisboa y que iba a cenar con Vasco, e hice votos para pasar por el Algarbe lo más rápido posible.
Un par de horas más tarde, llegó un mensajero al XL y me entregó una camiseta del restaurante de Gigí junto con un catálogo dedicado de un artista vasco apellidado Mendizábal. Me emocionó el detalle. Un poco más tarde, entró el mismísimo Gigí, ¿acompañado por quién? Por Vítor Rainho. No toqué el asunto de los artículos ni de los correos electrónicos ignorados. En la despedida, Vítor aprovechó para disculparse con el argumento de la locura que había sido el arranque de la revista y me pidió que le enviase la propuesta de nuevo. Esa misma madrugada, resolví la cuestión y al cabo de un par de días, después del apretón de manos, el director de la revista me soltó: “Ahora lo podremos celebrar en Trancoso, la semana que viene”. ¿Cómo así?, reaccioné extrañado. Vítor marcó un número y me pasó el teléfono. Era Pedro Araujo, su compañero de viaje, que aprovechó para informarme que no era preciso que consiguiera ningún hotel porque un amigo de infancia, de cuando vivió en Sao Paulo por causa de la Revolución portuguesa, les había prestado su casa. ¿Quién es ese amigo?, me interesé curioso. El Arara, me aclaró.
¿Serán simples coincidencias? Como dice el dicho popular: cada perro que se lama su pijo.
46. Porque nadie es perfecto

El brasilero parece que lleva en la sangre la seducción, que aplica no sólo en sus relaciones sexuales sino en cualquier faceta de la convivencia. De ahí viene su facilidad para la publicidad y el marketing. Todo vale con tal de evitar el cara a cara, lo que lleva a situaciones cómicas, como cuando preguntas en un bar si tienen zumo de naranja y te responden: “sí, pero está en falta”. Bueno, toda la vida de Dios eso ha correspondido a un “no”. Lo que refrenda la teoría de antes morir que admitir que se desconozca lo que sea. En función de la sensación de ignorancia no asumida, proporcional será la justificación prestada. ¡Qué decir de un pueblo cuya mayor manifestación de afirmación es “pois não”!
En un lugar tan remoto como Trancoso, con apenas quince mil habitantes, que se convierten en el triple en el pico del verano, podemos encontrar ejemplos maravillosos de esa persuasión. Hay una cafetería en la entrada de la villa que se llama Sólo Jesús Salva, ¡cómo para intentar merendar en otra! En la carretera de Arraial d’Ajuda, se anuncia el Camping Audaz; pero lo mejor es el lema que hay debajo: porque nadie es perfecto. O aquella flecha en el centro, que dice “Internet con acceso súper rápido” y siguiendo esa dirección, justo al lado, hay otro letrero desafiante: “¿Ya hablaste hoy con Dios?”.
Llegué a Brasil con mentalidad abierta, ignorando como me iba a poder orientar, pero dispuesto a asumir las facetas de mi personalidad que hubieran estado ofuscadas en Occidente. Descubrí que no estaba tan limitado como pensaba, aun sin haber hablado todavía con Dios en acceso súper rápido. Lo que pasa es que la decisión de querer funcionar en libertad, sin una obsesiva necesidad de control, no es fácil en una sociedad que fomenta nuestros miedos y fragilidades, a través del deseo y el consumismo. Estar abierto a cualquier propuesta de la realidad es inquietante. Un ejemplo, yo nací siendo del Atlético de Madrid, nada que objetar. Pero hubo un momento en que, harto de tanto padecimiento, quise cambiar al Real Madrid. No fue por falta de tentativas… hasta fui al estadio Santiago Bernabéu varias veces, pero no era lo mismo. Quedó como secuela mi desinterés por el fútbol o, cuanto menos, la pasión se vio disminuida. Por otro lado, me capacité para disfrutar con cualquier partido, sólo por el placer de la observación. Retomando el hilo, es como si hubiera optado por aprovechar la vida sin equipo fijo pero sacándole partido a todo lo que me emocione. Como era de suponer, esta situación descoloca más a los demás que a mí mismo, porque el ser humano precisa compulsivamente de contextualizar, clasificar, encajar: controlar, en definitiva.
Llevo año y medio sin casa propia. Si tenemos en cuenta el mes que estuve haciendo el Camino de Santiago, en que dormí en albergues, en los diecisiete meses restantes viví casi siempre en residencias de amigos. Poco más de treinta sumarían las noches pasadas en hoteles. Cuando llegué a Brasil, a finales del 2006, apenas conocía a nadie, siendo que hoy dispongo de varios convites para instalarme. Ese es uno de los detalles que valida la decisión tomada.
Por fin, esta semana alquilé una casa por un plazo prudente: un par de años. Tiempo en que podré decidir si será aquí donde quiero quedarme y constituir una familia.
Al principio, hasta pasé por una fase de predisposición ascética y de desprendimiento; pero poco a poco me fui recolocando. He pasado temporadas en cuartos de estudiantes, en casas maravillosas, con personas de todas las clases sociales, razas y tendencias. Busqué cabañas en la playa o en la floresta, pero hubo una noticia que condicionó mi tendencia diletante. Ani, al terminar su almodovarianoa convivencia, va a vivir conmigo.
Al margen de la pérdida de una tenue sensación de libertad, vuelvo a enfrentarme con cuentas, muebles, personal y todo tipo de gastos propios de nuestra civilización. Lo curioso ha sido darme cuenta de que, la época del fin de año Trancoso se convierte en una locura, donde se pagan verdaderas fortunas por el alquiler de cualquier cubículo para pasar las vacaciones. Hice mis cálculos y parece factible conseguir que me paguen, por cada día de subarriendo, el valor de un mes de renta. Increíble, por cierto. Sólo me falta ahora darle un toque de buen gusto, tratar de la parte de intendencia doméstica, encontrar algún slogan brillante que frise el toque cosmopolita, para seducir inquilinos sin problemas económicos, y así aprovechar para pasar las navidades con mis hermanas en la vieja Europa, sabiendo que voy a vivir gratis el resto del año. ¡Ni parece necesaria tanta audacia!
Lo que pasa es que la banda está borracha, está borracha, está borracha…



47. Manos a la obra

Vivir todo este tiempo en casa de amigos, en su mayoría de reciente creación, fue una forma poco usual de entrar en la intimidad de las personas. Funcioné durantes estos meses como una especie de monje Shaolín, Kung Fu peregrino, ocupándome más de la problemática de los otros que de la propia.
Los acontecimientos fueron sucediéndose de manera natural. Mi vínculo con Sao Paulo, en un principio, estuvo relacionado con el entroncamiento afectivo y cultural, que concluyó en amistades profundas, un noviazgo y la asesoría del restaurante. Acabé pasando más tiempo en la ciudad que en el campo, alterando mis previsiones. Como mi intención era estar atento y no sujetarme a ideas preconcebidas, fui espectador de mi propia existencia.
Esa actitud relajada me llevó a postergar decisiones. Durante meses fui analizando diferentes opciones para fijar mi residencia y todas ellas implicaban sendas y derroteros dispares. Pero hubo factores que precipitaron acontecimientos. El fin de mi relación con Satoko y terminar el vínculo con el restaurante, colocó a Sao Paulo en su debido lugar.
Trancoso, como el resto de esta tierra, tiene carencias de medio término. Esto se refleja en las casas: ora barracas más o menos disfrazadas, mostrando con diferente grado de encanto su precariedad; ora verdaderas mansiones, absolutamente inalcanzables para mi modesta, aunque europea economía.
Una cosa era vivir por mi cuenta; otra bien diferente, proporcionar sensaciones de seguridad a Ani, que mal entiende portugués.
La suma de estos elementos permitió que me inclinase por una pequeña finca, localizada frente al mar, bastante mayor que lo que estaba buscando y que demandaba una reforma profunda.
Me va mal la confusión, la dejadez y lo feo. Eso explica el esfuerzo en ordenar, organizar y limpiar. De repente, me vi cercado por un verdadero batallón de albañiles, pintores, jardineros, cavadores de pozos artesianos, electricistas y empleadas domésticas. Cada uno con su historia, cada uno con sus sueños, lo que me fue permitiendo descifrar algunos mecanismos de funcionamiento local. La primera conclusión, es que aquí se vive una economía de supervivencia, donde los enseres más básicos resultan casi inalcanzables para la mayoría de los habitantes. Los presupuestos, por regla general, se dan sin criterio, en función de las necesidades del momento. Así, si un tipo necesita de 250 reales para pagar lo que sea, será eso lo que pedirá, con independencia del trabajo a realizar. Ya me sucedió preguntar el precio para pintar la casa y me soltaron el equivalente a 7.000 €. Pasado unos días, el artista supo que yo había recibido propuestas más razonables y me llamó al móvil, sin haberle dicho nada, para cerrar el negocio por 3.000€. Admito que no soporto esta desconfianza permanente. Y todavía hemos de tener en cuenta una palabra mágica: “entendí”. Hasta que un brasilero no pronuncia dicho sortilegio, puedes estar tranquilo que habrá entendido lo contrario de lo que esperabas transmitir. Desde colocar una ventana torcida o avisar de una sorpresa, que no era sino la instalación de un lavabo a la altura europea. ¡Hace falta imaginación! El pringao se había equivocado en la colocación de la pieza, que había quedado ridícula de tan alta y vino con esa disculpa. Genial, por otra parte. Me acordé, entonces, de aquello que me sucedió cuando llegué a estos lares y que define el espíritu bahiano. Pedí un zumo de naranja sin azúcar en una cafetería y me sirvieron, pasada media hora, un vaso con la cuchara enterrada en dos dedos de azúcar. Cuando reclamé, me topé con su lógica aplastante: “¡Joder, pues no lo mueva!”.



48. Tropa de Élite

Tropa de Élite, el mayor éxito de siempre del cine brasileño, Oso de Oro en el Festival de Berlín en 2008, fue visto por más de once millones y medio de personas antes de su estreno en las salas comerciales. En copias piratas, se entiende. Eso provocó que su director, José Padilla, reeditase tanto el principio como el final de la trama. De forma inesperada, también batió records de taquilla y es que la película va al encuentro de una de las grandes preocupaciones de la gente de este país, el tridente inseguridad-drogas-corrupción. La cinta tiene como protagonista a Wagner Moura, en el papel de capitán Nascimento, miembro de un comando de las BOPE (batallón de Operaciones Policiales Especiales), una especie de fuerza de asalto, de enorme exigencia y prestigio. La acción transcurre en Rio de Janeiro y se centra en el conflicto que provoca el hecho de que la mayoría de las favelas se encuentren dominadas por capos de la droga, que imponen sus reglas en sociedades paralelas, con tropas paramilitares a sus órdenes. No es ninguna novedad afirmar que Brasil es inseguro y violento. Por otro lado, ya suena caduco el argumento justificativo de la desigualdad social, que pretende atenuar un cotidiano a veces insoportable. Es evidente que el mercado de la droga tiene mecanismos de poder distantes de la pobreza.
Mi madre murió cuando tenía trece años. En esa altura mi padre se vio desbordado, en gran parte por tener tres criaturas que le generaban un hondo sentimiento de culpa y frustración, al enfrentarse a una responsabilidad que viró penosa tras la desaparición de su compañera. Durante unos meses, hasta que mi progenitor cerró un acuerdo marital con una nueva candidata, que vino a tomar las riendas de la situación, los tres hermanos pasamos temporadas en casas de diferentes amigos de nuestros padres. De esa manera, llegué a formar parte de una nueva familia. Eran doce hermanos, conmigo trece (mal número) y, de un día para otro, el padre fue asesinado en Madrid, a la salida de misa cuando llevaba a dos de sus hijas pequeñas al colegio. Fue ametrallado en el coche. Una de las niñas se quedó sorda de un oído y perdió la vista de un ojo y la otra estuvo en estado de catatonia durante años. Recuerdo la sensación de impotencia que me generó aquel suceso, así como los sueños violentos y vengativos que señorearon dentro de mí durante tiempo sin fin.
El capitán Nascimento es un justiciero que huye del cliché de superhéroe. Su vida familiar se destruye por causa del trabajo. Tiene muy poco del glamour de James Bond o de Clint Eastwood; al contrario, conseguimos identificar en él una dosis de vulnerabilidad, que torna su personaje asustadoramente verídico.
El otro día escuché el siguiente comentario: En Brasil, el noventa por ciento de la población no tiene a quién quejarse y el restante, no tiene de qué quejarse. Siendo algo reductor, desvela una cruel realidad: las instituciones no funcionan para nadie. Intentar resolver las cosas más simples, con frecuencia se torna una tarea hercúlea. La conciencia de ciudadanía, conquista europea, aquí no deja de ser una utopía ante prioridades colocadas siempre como disculpas.
En la secuencia de la reforma que estoy haciendo en casa, me robaron el aparato de música. Fue uno de los trabajadores de la obra, que dejó una ventana abierta, pues no fue forzada, una noche en que estaba ausente, ¡mira tú qué casualidad! Me provocó una incomoda impotencia ser consciente de que alguno de los pintores o carpinteros había quebrado impunemente la confianza implícita.
Todos ellos juraron por la salud de sus hijas, lo curioso es que ninguno lo hizo por los del sexo masculino, que nada tenían que ver con el tema.
Quise presentar una denuncia. ¡Hasta da la risa! Ya fui a la comisaría más de diez veces y hasta ahora ni una simple queja conseguí formular. No será por falta de labia, desde luego. Que si la funcionaria que trata de esos asuntos está enferma, que si el sistema no funciona, que para qué hacer la denuncia, que si parece tan claro que fue alguno de los funcionarios, por qué no darles un calentón… ¡Surrealista! Desesperado ante tamaña incompetencia, invariable y evasiva, el último día pregunté si valía la pena volver otra vez, a lo que me aclararon que si fuera algo urgente, era mejor ir a Porto Seguro. De los nervios, les solté que sin ser urgente, también, ¿no es verdad? Pasaron sin inmutarse con un: ¡Mismamente! En Porto Seguro, también fue inútil, porque les faltaba un sello. ¡Ni quise preguntar cuál!
La noción de desamparo fue total. En Europa tienes la noción de que adelanta poco presentar una denuncia por robo; pero aquí ni ese desahogo fue posible. Con esta fórmula resulta fácil mostrar estadísticas, incluso para fines turísticos o para fondo de documentales. Porque sin denuncias, oficialmente no hay delitos. Y se ahorra papel, mira tú por dónde, que es bueno para preservar el Amazonas.
Mi caso no fue nada de extraordinario, pero me colocó frente a ese caos acumulado durante años, terreno fértil para que brote la simiente de la simpatía para capitanes Nascimento, que resuelvan los problemas de la manera que la propia policía sugiere: dando calentones a los sospechosos.



49. Trancoso ciudad sin ley

Una serie de acontecimientos me han hecho reflexionar y entrelazar mensajes que navegaban por mi cabeza de forma inconexa. Hubo una persona que sirvió de hilo conductor para engarzar las ideas como cuentas: Wilma. Le pedí que me ayudase como profesora para distinguir los matices diferenciadores del portugués usado en ambos continentes. Ella está jubilada, después de dedicar más de treinta años a la enseñanza de la lengua, casi siempre en Trancoso.
En los intervalos, marcados por sus cigarros, me fue relatando chismes locales de las últimas dos décadas. Cuando llegó aquí no había agua corriente y la escuela era un caos de organización, ni siquiera los alumnos estaban registrados. El índice de analfabetos entonces era superior al 80%, como sucedía en casi toda Bahía.
En Trancoso es habitual que se den casos de extrema longevidad. Wilma se refirió a una anciana con más de ciento veinte años, que a día de hoy todavía carga pesos en la cabeza y anda por su propio pie. Aseguró que muchos de los nativos nunca salieron del pueblo, ni siquiera para conocer Porto Seguro, que se encuentra a escasos cuarenta kilómetros y es la capital del distrito.
Un día, recién llegada, escuchó los gritos de una vecina que se lamentaba de la caída de uno de sus hijos de lo alto de un almendro. Se había roto un brazo. “¡Ay que disgusto! ¡Sería preferible que se hubiera muerto!” – gritaba la madre. “¿Y hora qué va a ser de mi vida si aquí no hay médico y nunca he salido de Trancoso?”. Wilma, alucinada se organizó para llevar al chaval al puesto médico más próximo, del cual volvió con el brazo escayolado. De hecho, en la mentalidad de la señora, la muerte hubiera sido menos complicada. Hijos tenía de sobra y su marido era sepulturero, lo que facilitaba todavía más las cosas.
Existe en Brasil la llamada ayuda de familia, que consiste en una renta mensual de noventa reales por cada descendiente. Eso ha provocado que mucha adolescente trancocense opte por parir como medio de subsistencia. A partir del quinto churumbel se supera el salario mínimo nacional de cuatrocientos reales. Muchas ultrapasan esa cantidad antes de la mayoría de edad. Como es de suponer, con frecuencia los críos no reciben los mínimos cuidados, por lo que un hijo a más o a menos, puede no hacer gran diferencia, salvo en el sueldo.
Suceden cosas extrañas, como el del negro con una tienda de artesanía en la calle principal, que vive con dos hermanas en la misma casa y de cada una tiene seis vástagos; lo que hechas las cuentas, da más de mil reales por mes. Otro registro, más truculento, es el caso del individuo detenido hace menos de un año por violar a sus cinco hijos, con edades comprendidas entre los cuatro y los once años. Los vecinos escuchaban gritos cada noche y ni se inmutaban. Fue la profesora de la niña mayor quien dio la alerta. El padre está preso y los niños fueron para sendas casas de acogida, vulgos orfelinatos, en Porto Seguro.
Esta semana sucedió algo hasta ahora inaudito: un asalto a mano armada con dos muertos. En los últimos tiempos la población estaba inquieta porque se habían encadenado actos vandálicos en posadas, gasolineras o supermercados. En esta ocasión, fue uno de los supermercados, de los que ya habían sufrido un atraco días atrás. Entró el ladrón y amenazó al dueño con una arma. Éste fingió que iba a sacar el dinero de un cajón y lo que retiró fue una pistola, que disparó acertándole al criminal en medio de los ojos. El colega del caco, que estaba con una moto en la puerta, reaccionó y mató al dueño de la tienda, dándose a la fuga. Una extraña sensación pasó a dominar a los residentes y turistas.
Parece que se trataba de los mismos que tenían atemorizada a la aldea, responsables también por asaltar al motorista que suele hacer los depósitos bancarios en Porto Seguro. La última vez, el motín fue de unos setenta mil reales, que pertenecían a todo tipo de gente.
Trancoso cuenta con un puesto policial, insuficiente para sus necesidades locales. Encima, como los agentes están mal remunerados y subsisten gracias a favores de los comerciantes, acaba por provocar una connivencia indeseable. Es mejor no tener nada que ver con ellos para evitar que nos suceda lo que al extranjero que llegó a Trancoso lleno de billetes, queriéndolos cambiar por dólares en la agencia de viajes y en diferentes tiendas. Hubo quien llamó a la policía, desconfiando que se tratase de un traficante. Fue detenido y lo llevaron al puesto de Arraial d’Ajuda. Sin que nadie haya esclarecido nada hasta la fecha, el cadáver apareció la madrugada siguiente abandonado en el basurero.
Lejos estaba de imaginarme que me venía a vivir a un verdadero escenario de feijoada-western.




50. Madre Coraje y sus hijos


Bertol Brecht, para escribir Mutter Courage und ihre Kinder, se retrotrajo trescientos años para contextualizar la narrativa. Anna Fierling, la célebre Madre Coraje, aprovechó la Guerra de los Treinta Años, en la primera mitad del siglo XVII, para ganar dinero vendiendo mercancías de forma ambulante. En ese precurso, perdió a sus tres hijos, sin nunca cejar en su objetivo que no era otro sino el negocio. La obra termina con Madre Coraje solitaria, vieja y triste cargando con el carro a sus espaldas.
Me llama la atención como suele ser utilizado este título tanto para una ONG, como para instituciones de apoyo a la mujer, en diferentes partes del planeta. Sin duda, Madre Coraje es un reclamo sugestivo, que acabó por convertirse en una marca. De ahí que, otra vez y sin tener mucho que ver, me vino a la cabeza como título de este relato sobre Wilma, la profesora de portugués que me está echando una mano para corregir el manuscrito en brasilero.
Wilma es capixaba, que así son conocidos los oriundos del estado de Espírito Santo. Se casó con apenas quince años, como recurso para emanciparse de una madre rígida en exceso, que le machacó la infancia. El día de su boda se percató de que su marido era analfabeto y que las cartas que le habían enamorado, procedían de un otro Cyrano, que para siempre permaneció en el anonimato. En el fondo, nunca supo por quién se había apasionado. En menos de un año, dio a luz a su primer hijo, por lo que tuvo que interrumpir sus estudios. La familia aumentó con otro adoptado y dos más del matrimonio, cuatro en total. Su marido era mujeriego, bebía, jugaba a las cartas, le pegaba y encima era celoso. !Bingo! En repetidas ocasiones buscó consuelo en su madre, pidiéndole ayuda para separarse, al considerar absurdo tanto sufrimiento estéril. La matriarca insistía en que sólo saldría de aquella unión en ataúd, porque no se conocía mujer de su estirpe desquitada, como le dicen aquí. En aquella mentalidad solo se separaban las pelanduscas y las vagabundas.
Wilma se formó en Magisterio, sacando tiempo de donde no lo había, como tantas mujeres se ven obligadas a hacer. Cosía para fuera, orientaba la casa y encima estudiaba. Comenzó a dar clases, pero el problema se agudizó cuando sacó oposiciones equivalentes a las de profesora de instituto, ganando la segunda plaza entre más de dieciocho mil candidatos. Su marido se negó a que tomase posesión, amenazándola con ponerla de patitas en la calle si no le obedecía. Ella no quería renunciar a su esfuerzo ni a su futuro, por lo que decidió acudir a la ceremonia que oficializaría su cargo. Cuando volvió a casa, el marido se dispuso a cumplir su promesa, no sin antes someterla a una soberana paliza. Uno de los hermanos de Wilma, que le había acompañado hasta la puerta, una vez que había sido alertado de las amenazas del cuñado, entró queriendo poner fin al arrebato de violencia doméstica. Fue asesinado en el acto por una bala de revolver disparada por el hombre despechado. Cuando Wilma me contó esta tragedia me venía una y otra vez a la cabeza qué tenía sentido en el preciso instante del fratricidio. Ella confesó que en ese momento tuvo la noción de que el hermano se sacrificó para que ella pudiera vivir y que deseó haber sido ella la baleada. El asesino huyó y nunca cumplió condena, hasta hoy, pasados más de veinte años.
Wilma se enfrentó a su madre, porque de hecho el matrimonio terminó con un féretro, aunque sin ella dentro. Jamás quiso volver a Espírito Santo, donde sus vástagos eran tratados como los hijos del asesino, hasta por sus propios primos.
Wilma llegó a Trancoso en la década de los ochenta, para organizar la escuela y la enseñanza. Además, montó un pequeño restaurante y una panadería, para sacar a su familia adelante.
Pero, como las desgracias nunca vienen solas, otro hermano de Wilma mató a su esposa cuando la descubrió en fragrante delito con un amante. Capixaba no perdona cuernos, asegura Wilma, que adoptó a los dos hijos de su hermano, quien sí cumplió condena. Por si fuera poco, se quedó con otro crío que era protegido por su madre, después de que ésta falleciera.
Wilma dio formación y afecto a siete chavales. Llegó a montar una discoteca para los nativos, que tenía matinés los domingos para los más pequeños, con clases de aeróbic y danza. En este momento, está cerrada por tejemanejes políticos.
Esta mujer obtuvo, con su esfuerzo, un patrimonio respetable. Incluso jubilada, vive de sus rentas con el alquiler de sus casas, un taxi y otros pequeños negocios.
A diferencia de Anna Fierling, la profesora jubilada ve a sus nietos crecer y sus hijos y ahijados la solicitan cada día, para algo tan rudimentario como saborear un postre casero. Wilma no transmite frustración o lástima; por el contrario, trasmite dignidad, resultado de una vida bien vivida. Aun sin llegar a experimentar ser amada como mujer. Esa dependencia será resuelta por otras almas, que nacerán con el pasaporte sellado para ese anhelado destino, donde habitan los seres que se encuentran y se funden en el otro. Esos pasaportes, sin duda, llevarán su apellido en las próximas generaciones.
Esta mujer se siente una heroína, y no debe estar muy lejos de ello. Lástima no tener el talento de Bertol Brech para rendir merecida homenaje a Wilma y a tantas otras mujeres que, como ella, padecieron y padecen en este país de un machismo absurdo, síntoma de virilidades mal resueltas.



51. Mala fe

Hace poco volví a leer la carta, de siete hojas, que Pero Vaz de Caminha escribió para su soberano D. Manuel I, con motivo del Descubrimiento de Brasil: “Sus facciones es ser pardos, manera de rojizos, de buenos rostros y buenas narices, bien hechos. Andan desnudos, sin nada que les cubra, ni estiman ninguna cosa cubrir ni mostrar sus vergüenzas. Y están a cerca de eso con tanta inocencia como tienen en mostrar su rostro (…). El capitán, cuando ellos vinieron, estaba sentado en una silla con una alfombra en los pies por estrado (…). Les dieron allí de comer pan y pescado cocido, dulces, miel e higos; no quisieron comer de aquello casi nada (…). Les trajeron vino por una copa, mal le pusieron así la boca y no gustaron de él nada, ni lo quisieron más. Les trajeron agua, tomaran de ella un poco y no bebieron. Solamente lavaran las bocas y lanzaron fuera. Y entonces se estiraron así de espaldas en la alfombra, a dormir, sin tener ninguna manera de cubrir sus vergüenzas, las cuales no eran pequeñas y sus cabellos bien rapados y compuestos. El capitán les mandó poner a las cabezas cojines y el que llevaba la peluca procuraron bastante ponérselo sin llegar a quebrar. Y les lanzaron un manto encima y ellos consintieron y durmieron”.
A partir de esta narración, marcada por un toque de ternura que nos subyuga, muchas atrocidades se cometieron, sustento de preconceptos y resentimientos, entre dos pueblos que durante siglos fueron el mismo.
Mis últimas semanas me las he pasado en tiendas de materiales de construcción, toreando un significativo número de nativos, con más o menos talento para las labores para las cuales fueron contratados. La idea de aprovechar mi casa para hacer algo semejante a un turismo rural, atravesó varias fases. La mayoría, impregnadas de arrepentimiento, ante el enorme esfuerzo realizado. Acabó por suceder aquello que no deseaba, una verdadera lucha contra el tiempo, para dejar todo en orden antes del fin de año. Fui contactado por varias personas, que mostraban su interés en alquilar, pidiéndome que les enviara fotografías. El dilema era que la finca estaba abandonada cuando entré y sólo podía mostrar imágenes del desbarajuste que implicaba una reforma. Decidí no perder los nervios y opté por focalizar mi energía en realizar las adaptaciones y mejoras sin dispersiones ni preocupaciones de rentabilidad. En teoría funcionaba, pero en la práctica pasé noches sin dormir. Como recurso postrero, dejé ese desenlace pragmático en las manos del destino y mis orixás.
La vivienda de los guardeses, se ha convertido en una acogedora casa que más consigue recordar una construcción de pescadores ibicenca que una arquitectura popular bahiana. Fue la primera en encontrar inquilinos. La casa principal, una semana antes de Nochevieja, estaba todavía disponible.
Una mañana, intentando enfrentar el desánimo con determinación, quise resolver asuntos pendientes, uno a uno, paso a paso. En medio de esa encomiable actitud, recibí una llamada de Portugal, de mi amigo Luís, el Casanova con corazón de oro. Me habló de una amiga suya, recién separada que, a última hora, había decidido pasar las fiestas en Trancoso con sus tres hijos. Me hizo una propuesta bastante inferior a la que había idealizado, pero justa teniendo en cuenta las circunstancias, ya que la casa estaba todavía en fase de remates y acabaríamos por compartir el espacio, prescindiendo de tener que salir sin saber muy bien adónde. Hablé entonces con Sofía y concretamos pormenores. Ella llegaría el día 30, después de hacer escala en Salvador, en la víspera.
El día 29 atendí otra llamada de mi amigo Luís, nervioso. Sofía y sus tres hijos acababan de ser deportados para Portugal. Me quedé sin habla. Alguna lección debería de aprender con esta pesadilla y no conseguía distinguir cuál.
El día 30, me rindió cuentas una persona que no salía de su asombro. Por lo visto, el vuelo había salido de Lisboa con cuatro horas de retraso y Sofía hizo el viaje con complicaciones estomacales. Al llegar a la aduana, en el momento de sellar los pasaportes y entregar, relleno, el formulario de entrada obligatorio para los extranjeros, desapareció el documento de su hijo más pequeño. La agente de la policía federal exigió el papel de Tomás y la madre explicó que se debió de haber caído durante el trayecto del avión hasta la fila, pero que podría ir sellando los otros tres documentos, que estaban en orden, en cuanto con rapidez rellenaban el que faltaba. La agente fue taxativa: ¡Quiero el papel de Tomás, de lo contrario, vuélvanse todos al final de la fila! Sofía que no estaba para bromas reaccionó ante la posibilidad de tener que esperar una hora más en la cola y soltó la frase maldita: “¡Desde luego, hace falta mala fe!”. La funcionaria salió de la guarita a voz en grito, asegurando que ahora iban a descubrir lo que era mala fe. Que mala fe era la manera como los brasileros eran tratados en Portugal, exactamente lo que les iba a suceder a ellos. Sofía fue llevada hasta la comisaría del aeropuerto. En los respectivos pasaportes aprendidos fueron colocados sellos de intradicción en Brasil, por periodo indefinido. Y, sin más explicaciones, fueron transferidos para un avión que les devolvió a Lisboa.
Insólito como dos niños, menores de edad, no tienen ya cómo conocer Brasil.
Muchas conclusiones se pueden sacar de esta historia. Todas ellas tristes. Reflejo de complejos y odios por resolver, en un aeropuerto que nos recibe con la frase que da titulo a estas páginas: Sorria, você está na Bahia!
Y mi gozo en un pozo.



52. Por un puñado de reales

Uno de los aspectos más peliagudos de mi pasaje por Trancoso está siendo el poderoso caballero, don dinero. Desde el principio he sido bombardeado, sin descanso, con pedidos de préstamos de la más diversa índole. Los postulados son siempre persuasivos y tienden a proyectar un sentimiento de culpa latente que, sin el mínimo decoro, es trasladado invariablemente para el prestamista. No suelen hacerse los requerimientos para demandas de primera necesidad. Una de las premisas más recurrentes es el célebre “vou viajá”. A partir de ahí, la disculpa fluye como torrente después de una noche de lluvia. Los alegatos más chiripitifláuticos se precipitan con aparente descontrol. Suele meter temas familiares, en concreto de hijos que viven lejos y que están precisando de medicamentos, alguna calderilla para ayudar en los expendios escolares o juguetes básicos inhibidores de conciencia.
Geisa, después de la historia del móvil y de haberla dispensado cuando dejé el apartamento de la tienda de decoración, realizó una tentativa de aproximación. Incauto de mí, pensé que tenía algo de espontaneidad genuina. Una vez que ya no era mi empleada, no tuve reparo en salir con ella y, en alguna ocasión, intercambiar besos y caricias, con diferentes grados de intensidad. Era un escenario cómodo y sin compromiso. Mas no demoró en surgir un nuevo requerimiento pecuniario, de esta vez para ir a buscar a su madre, que estaba en Goiania con un nuevo amante. A lo que parece, después de semanas sin dar señales de vida, llamó a su hija pidiéndole que la fuese a buscar, porque había caído enferma, sin saber muy bien de qué, y no se hallaba en condiciones de regresar por su cuenta. En un contexto en que ya estaba todo enmarañado, no tuve como excusarme. En este caso, la cantidad era considerable, equivalente a dos salarios mínimos nacionales. A partir de ese instante, Geisa hizo mutis por el foro y evitó atenderme el teléfono o responder cualquier recado de la índole que fuera.
Los más variados personajes acuden a mí por ser un gringo sin actividad definida, lo que para la mayoría es sinónimo de ser millonario. Comencé a valorar la importancia que tenían bolsas de plástico, clavos, alicates o tornillos, tal como un sin número de elementos simples, codiciados como nunca imaginé posible. La reforma de mi casa, en ese sentido, supuso una gran lección, pues los materiales que compraba se esfumaban tan rápidos como mi saldo bancario.
Poco a poco, sin darle importancia, interioricé la necesidad de colocar un freno, creando mecanismos que evitasen el regreso a situaciones de caos financiero, que ya me resultaron tan familiares en Portugal.
Uno de los prójimos que más me impactó conocer, por su postura, fue Sergio, un arquitecto paulista que decidió quedarse en Trancoso hace un año, para no hacer nada. Y nada quiere decir nada. Sea cual fuere la propuesta de trabajo que reciba, le provoca urticaria. En repetidas oportunidades hemos charlado sobre su actitud. Verse libre de una de las más penosas consecuencias del pecado original, no es apto para cualquiera, sobre todo si fue criado en un medio burgués. Sergio no manifiesta síntomas de tener problemas de conciencia. Se siente bien dentro de su piel. Si hace sol, está en la playa; si llueve, le gusta leer o quedarse en casa con su compañera, Laura, una atractiva y cariñosa argentina que vino a Trancoso con el mismo propósito que su amado. Entre ambos, llegaron a tener casi un centenar de empleados, no hace mucho. Todavía están procesando su resaca empresarial. Viven sin excesos y sin carencias. Un día Sergio me avisó: “Trancoso no es un buen lugar para quedarse sin plata”. Una verdad como un templo. La mayoría de los habitantes funciona en condiciones de precariedad extremas, con un grave condicionante: el deseo.
Pienso que las necesidades que la gente se crea en este lugar son el principal motivo de su resentimiento e infelicidad.
Casi todas las relaciones que establecí en Brasil me pidieron favores económicos. Llegó a convertirse en una pesadilla. Aunque las ocurrencias más desagradables, se proporcionaron con los que se suponía tenían un nivel económico y cultural más elevado. Ahí las artimañas resultaron menos elaboradas, sin embargo la presión ejercida superior. Que si se acaba de terminar mi talón de cheques y necesito pasar uno con urgencia para el nuevo aire acondicionado, pero no te preocupes que me comprometo yo mismo a ingresarlo en tu cuenta nada más llegar a Sao Paulo. Pero cómo te voy a dejar colgado, ¡menudo disparate! La cantidad de dolores de cabeza, llamadas inútiles, promesas vanas, salpimentadas de humor barato, y dispensables malabarismos bancarios, han marcado mis últimas semanas de forma arrasadora.
Sabia la decisión de acabar con esta epidemia. Cada vez que ahora se me aproxima alguien con este palique, suelto que estoy con el mismo problema y ¡vaya casualidad!, también le iba a pedir prestado en ese mismo instante.
Como era de prever, en la historia del cheque, que me pasó con el individuo que tenía como más próximo, éste acabó pervirtiendo mi descontento en una ofensa inaceptable, por haber tenido el descaro de exigirle lo que me debía, cincuenta días después de haber tenido que hacer frente al pago, cuando por esa razón mi cuenta se quedó sin un duro.
Como decía mi ex mujer: “No se habla de dinero con quien es como nosotros”. Por eso, yo ya no soy de nadie.




53. La gripe que viene del mar

Nada hay más desesperante que un esforzado torpe. Por contra, el alcance del trastorno de un perezoso queda limitado por el propio carácter del mismo. Pero, ¡ay de aquel hiperactivo que quiere mostrarse activo, con el propósito de mostrar su eficacia! El resultado del desastre, en ese cuadro, excede cualquier diagnóstico pesimista, en especial cuando la fuente de energía todo-poderosa se manifiesta inagotable. Por otro lado, es raro encontrar sujetos que tengan el don de focalizar y rentabilizar sus talentos. Todos gozamos de algún don pero, como dirían en Galicia, uns mais que outros.
Tengo un amigo con nombre de bolero cubano que es consciente de sus capacidades, tanto para ejercitarlas como para no tomarse en serio por su éxito. Aplica el sentido del humor a sus conquistas, más que al proceso en sí. Por cierto, se pasa el día sonriendo. Su nombre es Manisero y tiene una nacionalidad indefinida, perteneciendo a ese tipo de seres que se adapta a toda circunstancia con la facilidad de quien sabe dónde pisa. Saber pisar es importante. Apretar bien la mano, también.
A Manisero le encanta viajar y siente fascinación por los aviones. Consiguió persuadir a sus padres para que firmasen una autorización, con menos de dieciséis años, con la que consiguió recibir las primeras lecciones para la obtención del título de piloto, en Paraguay. Colecciona esos modelos de juguete que siempre me cuestioné quién podría comprarlos, cuando los veía anunciados en las revistas de las compañías aéreas. Él los distribuye en el baño. Prefiere los billetes de primera clase, para después andar de mochila cuando llega a tierra. Así conoció Bahía, en un auto-stop continuado e imprevisible durante un mes, aventurándose por el agreste interior, por localidades donde el turista suele ser un extra en las telenovelas, más que un individuo de carne y hueso que cruza sus calles polvorientas. El criterio era simple, cuando llegaba a una aldea se quedaba en la casa que tenía mejor pinta, llamaba a la puerta y preguntaba si le podían informar de un lugar donde pasar la noche. Siempre fue acogido de inmediato, casi siempre como convidado. Su curiosidad generosa cuenta con la alianza de la fotografía. Imágenes con miradas de almas que nos tocan en pedazos de papel, que a Manisero le gusta colgar en su casa. Cada retrato tiene su intríngulis y gana identidad propia en matices de blanco y negro. Como la boloñesa que es como si la hubiéramos inventado nosotros cada vez que la mezclamos con unos espaguetis. Cierto día, le pregunté por uno de los personajes que me miraba como si sus pupilas fuesen las de la misma tierra. Aparecía con una pizarra llena de nombres garabateados, en la entrada de la que se suponía debería de ser su morada. Posaba con ese ademán que emanan los que llevan una existencia sin elección, aquellos que luchan y sufren sin los dramas del exceso de ocio, como una mula sin tiempo; con esa ausencia de muerte, amedrentada por tal derroche de vida. Manisero desvendó el enigma de aquella mirada: la particular lista de Schindler hacía referencia a sus más de veinte hijos, enumerados en la entrada de su casa, para no olvidarse de sus nombres.
Estas navidades las pasé en Trancoso. Me sentía como un timonero que no podía abandonar el mando en medio de una marejada de pinturas, cables, cañerías, tejas, maderas, cocos, hibiscos y todo tipo de plantas. Organicé una comida con el personal y les fui preguntando por sus respectivas familias. Cupertino, el jardinero, que recuerda en su porte al prolífico progenitor en blanco y negro, reveló que tenía reconocidos once hijos, la mayoría residiendo en Brasilia y Sao Paulo. Había abogados, médicos, electricistas, mecánicos, amas de casa… Cupertino es, sin duda, un generador de existencias. Mucho hay que aprender de este personaje de pocas palabras. Da gusto verlo remover la tierra. Yo tengo unas uñas rosadas que parecen una prolongación de mi piel. Las suyas son como de sílex, armas poderosas que emplea para el bienestar de la naturaleza. Son garras enormes. Es imposible no reparar en ellas, desproporcionadamente grandes, curvadas para dentro, con un color mineral blanquecino, paleolíticas. En los ojos de Cupertino se siente la preciosa dualidad de la humildad y la sabiduría. Humildad para reconocer lo que sabe y lo que ignora y sabiduría para poner en práctica, con precisión, su bagaje de conocimiento e intuición.
Cupertino es delgado, sin grasa, carece de frivolidades corporales y goza de una fuerza que tiene origen en sus raíces de verdad. Por eso, me extrañó que pudiera enfermar. Él me explicó que se trataba de la gripe que traía la brisa del mar. Me pareció una metáfora ocurrente. Días más tarde, me presentaron a una bióloga, destacada por el gobierno federal, que estaba estudiando el efecto de una alergia provocada por un alga, que se desenvuelve en corales que habitan aguas cálidas. La Costa del Descubrimiento tiene un frente coralino de unos sesenta kilómetros, que protege las playas de este litoral de olas excesivas, lo que genera también una fauna y flora marina riquísima y particular. Había llegado a la conclusión de que existe un alga roja, que se reproduce de forma exagerada en verano, los días próximos a la luna llena y a la luna nueva, debido a la influencia que ejercen en las mareas. En esa fase, emite una sustancia perturbadora para el organismo humano, que se recibe a través de la vía respiratoria, no tratándose de ningún virus ni estando sujeta a contagio. El resultado de ese estudio se iba a presentar en la Universidad de Porto Seguro en los días siguientes.
Queda mucho por aprender. Aprender a sentir. Aprender a respirar. A escuchar. A callar. A observar. A ser.



54. La almohada de mamá

Mi madre nació un jueves santo y murió la víspera de Navidad. La probabilidad de esta sarcástica coincidencia es tan remota, cuanto mi capacidad de calcularla. Talvez por ese capricho del destino, consiguió desarrollar una visión propia del catolicismo, donde no era necesario festejar el sufrimiento con dolor prestado, ni alegrías con espíritu carnavalesco.
Desde el instante de mi concepción, me resultó muy fácil comprenderla. Nos sentíamos tan bien juntos que, sólo con una verdadera escabechina, consiguieron separar algo que naturalmente era inseparable, utilizando fórceps como metálicos artilugios recoge-bolas-de-regalos, tan frecuentes en los bares de carretera. No entendí para qué tanta insistencia en retirar, con fanatismo, una cabeza que ni siquiera sentía necesidad de completar su cráneo; mamá tampoco. Dispensábamos hablar para entendernos
La Vida, espectadora atenta, se entretuvo con este entresijo familiar, fascinada por tamaño equilibrio funambulesco.
El destino se encargó de llevarnos a una casa más grande cuando, de manera misteriosa, mi madre nos regaló otra criatura linda e de la misma manera despistada. En ningún momento sentí la mínima intervención paterna en ese acontecimiento; por lo que se reforzó mi espíritu de supervivencia, alargándolo a esta nueva parte de mi ser. Por una opción divina, este nuevo ángel renunció al análisis de la realidad, pudiendo así amar con libertad e inocencia el resto de sus días. La protección que le proporcioné, es la misma que ella se ha encargado de devolverme, cuando la soledad o el desasosiego piensan que pueden acampar a su antojo en mi intimidad.
En esa casa más grande, sobraban habitaciones. Mi padre improvisó un despacho, que nunca fue utilizado; mi madre un cuarto de costura, donde cocinaba prendas aderezadas de ternura y buen gusto; y en otro, se inventaron un cementerio de juguetes, porque los que más nos gustaban los preservábamos en nuestros aposentos. Aún así sobraba un espacio, demasiado pequeño para darle cualquier uso convencional. Mi madre reprodujo en aquel canto su particular visión de espiritualidad interactiva, en un teatro de cándidos personajes natalicios.
Se construyó una estructura, que podríamos definir como mesa de soporte, para colocar en ella un tablero y, sobre éste, arena que trajimos de la playa de Sanxenxo, que debe compartir ciertas semejanzas con la del desierto nazareno. Algunas ramas tenían función de árboles; piedras, de rocas; y restos de periódicos, de montañas. El papel albal diseñó un gracioso riachuelo donde no faltaban patos, pollitos, cisnes, puentes y pescadores. Un pliego enorme de un oscuro añil, que todavía retengo en la memoria, mostraba tantas o más estrellas que el cielo de verdad, cubriendo con candor techo y paredes. Luces, de escaso voltaje y estratégica colocación, aportaban sensaciones de hogueras y hogares. Cada figura era de su padre y de su madre, y en algunas ocasiones conseguimos reciclar juguetes que guardábamos en cajas cilíndricas de detergente, en las que casi cabíamos dentro.
Pastores que tanto vigilaban ovejas cojas, como gallinas con patas de alambre; un molinero, el panadero, un pescador veterano, lavanderas y hortelanos elaborados por artesanos que homenajeaban sus orígenes, ganaban identidad en aquel entorno mágico.
Los Reyes de Oriente y su séquito iban avanzando un poco cada día, en un trayecto en el que llegamos a improvisar diferentes circuitos al límite de lo inverosímil.
Había una cabaña a modo de portal, construida con cartón y corcho, que daba credibilidad al conjunto. No faltaba la mula, el buey, San José, la Virgen y un ángel con alas enormes. El pesebre, sin embargo, estaba vacío.
Oculta bajo la estructura que soportaba este teatro, había una bolsa de El Corte Inglés, con pajillas de diferentes tamaños. Mamá nos explicó que, cada vez que sintiéramos que hacíamos una buena obra, fuéramos a buscar una paja y la colocásemos en el pesebre, para que el Niño Jesús naciera más cómodo. Dependiendo del valor que diéramos a nuestra acción, así elegiríamos nuestro pedazo; por otro lado, cuando sintiéramos que nuestra actitud no era la más indicada, retiraríamos uno proporcional. De esta manera, el Niño Jesús nacería con el sustento del cariño familiar, anual y sincero. Esta era una tarea que carecía de cualquier tipo de supervisión o censura, a no ser la propia conciencia.
La Navidad, pues, estaba presente y existía una intención y una dimensión superior en nuestro cotidiano.
El Niño Jesús aparecía en el portal, como sacado de una chistera, en Nochebuena. Recuerdo que experimentaba una felicidad especial el día de Navidad, cuando veía por fin completo el escenario familiar, el Niño Dios reposando en parte de mis afectos y, encima, los Reyes Magos un poco más cerca.
A Jesús lo crucificaron con crueldad insospechada; yo me quedé huérfano, siendo todavía un niño. Mamá se fue el día de Nochebuena y con ella, el secreto del escondite de la figurita; no sé de todos, quien quedó más perdido.
La misma incomprensión que me generaba la envidia o el enigma de la vida, sentí ante la muerte caprichosa. Mi inocencia se cerró en el cajón donde dejé de ver la sonrisa materna; pero antes, quise ir a la habitación oscura, retirando la paciente almohada de amores a la que di un nuevo y justo destino.
A partir de ese día, muchas cosas permanecieron adormecidas, guardadas en sus respectivos cajones, como Blancanieves en la penumbra del bosque, esperando un beso liberador de luz y de sosiego.



55. La poción de gratitud jubilosa

En este proceso de desprendimiento, resultó complicado emanciparme del mundo del vino. Durante años fui alumno y profesor de un lenguaje que me permitió una simbólica aproximación a la tierra, la viña, el clima y la sensibilidad de algunas personas geniales, otras no tanto. Mi preocupación se centraba en entender. Quería saber lo que cataba, el grado de autenticidad, de sofisticación o de artificialidad de cada una de las copas que aproximaba a la nariz. Llegué a desenvolver un núcleo afectivo consistente y diversificado, en un medio que funciona como una fraternidad universal, especie de masonería con la que cree tenues complicidades, no en tanto sólidas, entre alguno de sus miembros. Así, fui alcanzando diferentes grados, después de un periodo iniciático en que tenía la sensación de que no avanzaba. Avancé.
Vinexpo es la feria del sector más importante del mundo, celebrada cada dos años en Burdeos. La primera vez que fui me sentí ridículo. Pasillos sin fin exponían productores de todo el planeta. Fue arrasador. Me percaté de que nunca llegaría a dominar tal cantidad de propuestas. Me sentí perdido y decidí alejarme por unos minutos. Me di cuenta de que tenía que aprender a dar los primeros pasos, como un niño pequeño. Recibí un baño de humildad, tan necesario como estimulante. Pero, ¿por dónde comenzar? Pensé que un buen método sería por mis principales carencias. Entonces me centré en los vinos blancos. Me informé convenientemente y me aconsejaran que visitase el stand de Domaine Paul Blanck, uno de los estandartes de la región de Alsacia, desde principios del siglo XVII. ¡Menuda revelación! Experimenté rieslings de la misma cosecha originales de suelos y alturas diferentes, con matices proporcionados por el granito, la pizarra, reminiscencias volcánicas, arena, piedras o terrenos argilo-calcáreos. Noté que mi desafío consistiría en desarrollar un sentido crítico, más que un conocimiento enciclopédico sin fisuras, que posibilitase parámetros eficaces de análisis.
En encuentros sucesivos no dispensé mi visita de rigor a esta pequeña empresa alsaciana, que acabó por ser representada en Portugal por unos buenos amigos, lo que ayudó a estrechar lazos. En un viaje que Philippe Blanck hizo a Portugal, para presentar su gama de vinos, combinamos que lo llevaría al Douro. Coincidió con su cumpleaños. Cuando supe de ese detalle, le organicé una cena sorpresa.
Pasado unos meses, recibí un correo en que me invitaba a acompañarlo a Borgoña, región que él solía visitar en las vísperas de Navidad, para calibrar la calidad de cada vendimia. Era una de mis lagunas, por lo que no dudé un minuto. Quedamos en Estrasburgo, nuestro punto de partida. No tuvimos un solo momento de conflicto. En el coche escuchábamos canto gregoriano al amanecer, conversábamos cuando era preciso y compartíamos silencios sin cualquier problema. De todos los druídas que desvelé hubo un Panoramix que me reveló la pureza de mil años de tradición, al haber seleccionado una planta de Pinot Noir específica, ideal para la exposición del mítico Grand Cru de Chambertin. No me importó gastar una pequeña fortuna en una botella de aquel elixir mágico.
Catherine, la mujer de Philippe, establecía una inquebrantable distancia con el mundo profesional de su marido. Pero cuando regresamos de nuestra tournée, me quedé hospedado en su casa, durante un par de días. Al año siguiente, prolongué un poco más mi pasaje en la aldea donde vive este matrimonio con sus dos hijos: Pauline y Guillome.
Cuando decidí venir a Brasil me pareció conveniente despedirme de esta familia, poco antes de comenzar el Camino de Santiago. Fue en los Voges donde estrené mis botas peregrinas y me entrené para la caminata. Me levantaba de madrugada y, a seguir a un delicioso desayuno, Philippe me daba las directrices necesarias para llegar a mi destino, donde me estaba siempre esperando. Durante esos días no hubo formalidades, yo era un Blanck más y cada noche el anfitrión me obsequiaba con la elección de lo que me apateciese en una bodega digna de las Mil y Una Noches.
En un par de ocasiones encontré sus vinos en restaurantes de Sao Paulo. Es emocionante beber amistad en la distancia. Emocionante.
Ahora, en que he creado condiciones de espacio y tiempo para escribir sin disculpas, esta pareja ha decidido venir a visitarme. Querían saber dónde vivía y cómo me sentía. Estuvo bien compartir, en este caso, mi intimidad, construida con esfuerzo, y sentir la complicidad de estos seres en el mismo aire que respiro cada día y en las aguas que me transmiten energía y determinación para perseverar en esta aventura.
Antes de mi partida, conseguí vender mi colección de botellas, pero hubo un ejemplar que quise amnistiar, como un astado después de una faena gloriosa. Se trataba del Chambertin Grand Cru, de Trapet, 1999. Era, entre los más de dos mil rótulos, aquél que quería guardar para una ocasión especial. Siete años después de su compra, voy a abrirlo en Trancoso con Catherine y Philippe, el hombre de tamaño de Obelix, que se cayó de pequeño en la marmita que guardaba la poción de la amitié amorouse y encontró conmigo alguien con quien dividir esa tara.
Extraño como hay religiones que hacen del vino la sangre de su dios y otras lo estigmatizan por su efecto embriagador. Con nuestros ángeles brindaremos esta noche, a través de esa salvia de vida jubilosa que armoniza la cultura, el amor y la naturaleza. Naturaleza que da identidad tanto al calor prolífico cómo a la fría austeridad foratelecedora de carácter, que diferencia Trancoso de Chambertin. Brindaremos, sí, con gratitud y reverencia.


56. La Juno brasilera

Tecleando “Juno” en el google, las seis primeras opciones ignoran a la reina de los dioses, centrándose en la película de la simpática adolescente Juno MacGuff que, quedándose embarazada, decide dar su hijo en adopción. A pesar de considerar que los diálogos de la joven me resultaron algo desajustados para una persona de su edad, me gustó la propuesta. Aprecio, cada día más, narrativas realistas que evitan consignas morales. En este largometraje, el enredo presenta un caso de difícil extrapolación. La solución de lo oportuna que puede resultar la gravidez de una adolescente, por la contribución a su proceso emocional y de crecimiento, es uno de os aspectos a destacar en el guión que ganó el Óscar. Sin embargo, mi experiencia es bien diferente, pues no conozco ningún padre que haya reaccionado con sentido del humor ante la noticia de que su hija, en plena pubertad, vaya a ser madre. Antes por el contrario.
A los pocos días de ver Juno, me encontré con Renato, en Sao Paulo. Él, junto con otro amigo, alquiló la casa de los guardeses durante el fin de año y acabamos por establecer lazos. Habíamos intercambiado algunos correos electrónicos que acabaron por estrechar el vínculo. Me intereso por las vivencias de los seres humanos, como mecanismo para crear bases de realidad, sobre los cuales cimentar las relaciones de amistad. De esa guisa, entre preguntas y respuestas, fui compartiendo intimidades con este nuevo interlocutor.
Renato es natural de Curitiba y temprano descifró que su deseo lo llevaba a sentir atracción por seres del mismo sexo. Consiguió conciliar en armonía esa faceta con una trayectoria profesional, como precursor de apetecibles sistemas informáticos.
Ya con el negocio lanzado, se percató de que su nueva secretaria, hija de un viejo amigo, le miraba de manera diferente. Queriendo evitar falsas esperanzas, marcó una cena con la intención de disuadirla, con sutileza, de sus expectativas de romance. Se sirvió de pretextos como el de la diferencia de edad o la complicación de flirteos dentro del trabajo. La muchacha fue bien más directa, afirmando que esos serían pormenores irrelevantes, ya que sabía que él era gay. No la importaba, porque estaba convencida de que acabaría por enamorarse de ella. Y así fue. Estuvieron casados siete años, en que acompañaron la expansión del proyecto empresarial, que los llevó hasta Sao Paulo. Eran amigos y cómplices, aunque Renato no prescindió de complementar sus necesidades físicas, con una permisividad cada vez más precaria por parte de su compañera. La separación devino inevitable.
Bien entrada la década de los cuarenta, Renato fue cediendo participaciones de su negocio, restándole una confortable posición económica así como de flexibilidad de horarios.
Cierto día, su asistenta adolescente le comunicó que estaba embarazada y le pidió apoyo para resolver el entuerto. Renato le propuso la adopción y la chica aceptó. Combinaron que, después del nacimiento, resolverían los trámites burocráticos y ella seguiría con su vida. Sucedió que Renato pensó que, entre contratar una niñera o permitir que la madre biológica cuidase de la cría, valía la pena optar por la segunda alternativa. Como era previsible, esa decisión generó ventajas e inconvenientes. La convivencia entre ambos fue deteriorándose con el paso del tiempo. Renato prefirió instalarse en Sao Paulo y Mariana, su hija, se quedó en Curitiba, primero en un apartamento junto con su cuidadora y, más tarde, en la casa de la madre de Renato quien, bastante enferma, necesitaba de una persona de confianza que ejerciera de gobernanta. Entretanto, Mariana fue contando con el apoyo de las hermanas de Renato, que fueron supervisando la formación de la criatura.
En la actualidad, Mariana tiene ocho años y su padre se encuentra en un dilema que pretende resolver con honestidad y eficacia. Renato piensa traer a su hija a Sao Paulo e intervenir más en su formación. Estando los dos juntos, podría aportar a la pequeña interés por la cultura y una perspectiva más amplia para los desafíos futuros.
Quise conocer a Mariana y Renato me dijo que estaría con ella ese fin de semana, a todas luces determinante, porque pasarían unos días juntos, prescindiendo del apoyo de intendencia doméstica, lo que se convertiría en un teste para esa rutina que se avecinaba.
Quedamos en la Librería Cultura, una de las más prestigiosas del mundo. Se percibía una alegre sintonía entre los dos; a todas luces, familiar. Sus miradas eran cariñosas, con códigos de humor semejantes y una manera de sonreír que parecía transmitida por vía genética.
Me restaron aromas de generosidad, ternura y madurez emocional, junto con interrogantes semejantes a los que me asaltaron cuando salí del cine, unos días antes.
No soy partidario de pociones mágicas que dejen, en apariencia, los afectos todos bien colocados. Me fascina la vida, el esfuerzo por querer asimilar, el reto de tener que adaptarnos a las circunstancias sin utilizar criterios preestablecidos y conseguir tomar decisiones orientadas por un espíritu de intrínseca justicia.
Me gustaría, mira tú por dónde, saber tocar la guitarra para entonar ahora la canción con la que termina Juno:

You are always trying to keep it real
I'm in love with how you feel
I don't see what anyone can see, in anyone else
But you



57. Extraño concepto de pasión

Haber nacido hombre en la España franquista, en el seno de una familia católica convicta, no me dio mucho margen de maniobra para tener una relación saludable con la sexualidad y, por lo tanto, con la vida emocional. Aspectos fundamentales de mi personalidad fueron disfrazados como si no existieran, temas que no debían siquiera mencionarse, siendo lícito cualquier sustitutivo para domesticar a la naturaleza. Como por ejemplo, el deporte, remedio tan eficaz como el fervor religioso. Desde la pubertad entendí que me faltaba alguna pieza para completar el rompecabezas. La carga de culpa ante la mínima concesión carnal en palabra, pensamiento, obra u omisión, me hacía responsable y ejecutor de la Pasión de Nuestro Señor, que retrató con enfermiza fidelidad Mel Gibson. ¡Mórbida manera de integrar el concepto pasión! Muchos poemas que escribí en aquella fase son testimonios fieles de eso. Por intuición, la naturaleza, más en concreto el mar, surgía como alternativa. Por eso, talvez, me encuentre aquí en Bahía, cuando recuerdo aquellas letras escritas en la década de los ochenta.

Siento desazón por tenerme tan cerca
con otro yo creciendo dentro de mí.

¡Aprieta con fuerza mi mano
y déjala empaparse de la sangre
para que nazca el grito del silencio!
No desvíes la vista de mi Cuerpo
Que descansa taladrado en la madera
plena de vergüenza entronadora.
Saliva, barro, sangre, llanto...
está pintado en carne viva
esculpido en horror de vida muerta.
Tienes nauseas de contar lo que estás viendo
y no puedes arrancarlo de tu mente,
sepultándolo en tus entrañas.
Y quieres cambiar tu corazón por el herido,
que comienza a dormir un para siempre
en la vida de muchos hombres en destierro.
Es imposible marcharte, te ha mirado,
desenterrando el hedor de tus miserias.
No desvíes la vista de su Cuerpo
¡ha nacido el grito del silencio!

Quiero ir a ver mi mar
porque nadie lo mira como yo
tan tristemente lleno de sí mismo
deseando hacerme vida suya.
Quiero ir a ver mi mar
me está esperando
mi mar.

“Todo ser que haya vivido la aventura humana vive en mí”
(Margarite Yourcenar)
Hoy me duele el vivir
me duele de muerte y de continuo
comprender tanto el alma de un hombre
de un hombre lleno de pequeñas vidas.
Y mi propio entendimiento se rebela
y quiere salirse de mi cuerpo
y quiere gozar la libertad que sabe
entorpecida ahora en el cansancio.
No consigo conciliar la fuerza
que genera mi muerte desatada.
Necesito pensar colores,
necesito mirar el mar
y escuchar las olas.

Pasé años de espaldas a los impulsos más básicos, rodeado por seres que iban detonando con diferentes grados de histrionismo, por padecer un diagnóstico semejante.
En Brasil me topé con un pueblo que se relaciona con la sensualidad sin conflicto. Sin duda, habrá sido un factor determinante en la decisión de instalarme entre ellos.

Me encuentro contigo,
Vida,
de nuevo a través de la Naturaleza
en soledad,
seductoramente acompañada
por una playa eterna,
Camino de Santiago
que recorro cada mañana
hasta dolerme los pies.
Escucho cigarras
en palmeras acurrucadoras de cánticos
de pájaros con nombres indescifrables
y susurros de cangrejos,
transparentes,
acariciando la arena
donde se esconden
de lo que se mueve con torpeza,
como mis pies
doloridos
de tanta belleza
suave,
irritantemente
igual a sí misma,
como tú,
Vida,
a quien quise engañar
como un travesti
días sin fin
caminando a toda velocidad
a ninguna parte.

Trancoso, a catorce de diciembre de 2005




58. La muerte de la serpiente

En este mi primer año tropical, fui tres veces a Europa. Tuve la oportunidad, al experimentar el contraste con los orígenes que configuraban hasta hace bien poco tiempo mis referencias, de tener noción acerca del alcance de mi evolución.
El último viaje lo hice con Satoko, con la intención de mostrarle el mundo del cual provenía. Quería abrirle horizontes sobre un concepto que, en Brasil, padece alarmantes síntoma de orfandad: la consideración por el prójimo.
Satoko se encontraba en un momento delicado, una vez que había tomado la decisión de remover, conmigo, el hormiguero de sus conflictos. Eso provocó que intentase modificar códigos establecidos, cuyos diferentes elementos a su alrededor defendieron para que no se produjese la mínima alteración, dentro de los engranajes de manipulación y control que producían un pérfido confort anestesiante. Ese estado trajo también como consecuencia la necesidad de aclarar curiosidades sexuales. Tarea tan delicada cuanto perentoria su resolución. Pero lo tuvo que descifrar también contra enemigos que no esperaba, como mis ataques de celos. Encima, alguna de sus inseguridades iban al encuentro de viejas fantasías mías. Combinación devastadora.
Cuanto mayor era nuestra dosis de intimidad, así iba creciendo, en proporción, la sensación de vulnerabilidad. Satoko tenía en todo momento presente esa asignatura pendiente, que iba tomando cada vez más protagonismo en mi espacio mental. Acabé por saborear una necesidad de resolver esa cuestión superior a la suya, lo que precipitó acontecimientos, provocando conjeturas que abocaron en una supuesta revelación.
Satoko mostró su indignación por sentirse coaccionada y me pareció conveniente que corriese el aire en los dos días que quedaban antes de nuestro regreso. Así se lo hice saber y le pregunté dónde prefería quedarse. Al responderme que cerca del mar, le reservé una suite en un hotel de Estoril, dejándola mi tarjeta de crédito a su disposición, que no usó, y mi coche, que recusó por tener caducado su carné de conducir.
Como era previsible, Satoko resolvió el conflicto por su cuenta y riesgo. Debería haber sentido orgullo por su valentía, pero no fue ése el sentimiento dominante. Me sentí excluido. Quería haber estado presente. En los meses que duró nuestra relación tuvimos diferentes grados de compromiso y, por consecuencia, también de fidelidad. Aunque ese desenlace me ultrapasó.
Como nuestro vuelo salía de Madrid, fuimos en coche desde Portugal, en esa madrugada. El silencio lo dominaba todo, de forma triste por cierto. En un determinado momento, mi piel rozó la suya y sentí lo que siempre experimentaba con Satoko: pasión. El toque fue revelando deseo, complicidad, rabia, erección y, así, sin mediar palabra, me desvié fuera de la autopista y paré el coche. Saqué a Satoko e hicimos el amor de forma primitiva. Se escuchaba el barullo de los automóviles al pasar. Al terminar, la acompañé para abrirle la puerta y reparamos que una serpiente estaba aplastada a sus pies. No se encontraba allí cuando llegamos. Lo interpreté como una señal de que habíamos conseguido exorcizar sabe Dios qué misterioso impedimento. Esa imagen, a día de hoy, no me sale de la cabeza.



59. Que el deseo viva en mí

En las tres semanas que duró nuestro periplo europeo, nos quedamos siempre en casa de familiares y amigos, por norma lugares diferenciados, cómodos, seguros y con buen gusto. Para el final, hice hincapié en pasar unos días en casa de Pipoca, por tener la misma edad que Satoko y también por estar dividiendo el apartamento con otra estudiante. Pipoca será la persona en quien depositaba mayor confianza, teniendo plenos poderes para resolver mis asuntos personales en Portugal. Su madre, Amelia, es una de mis mejores amigas. Nos conocimos hace doce años, justo la mitad de la edad de su hija, a quien acompañé tanto en su crecimiento como en su emancipación, cuando vino a estudiar a la Universidad, en Lisboa, y Amelia me pidió que la cuidara. Así lo hice, hasta que, en determinada altura, Pipoca comenzó a cuidarme a mí. Nuestra sintonía era enorme.
En ese contexto, Pipoca me reveló que siempre estuvo enamorada de mí y que intentó luchar contra eso toda su vida, resultándole insoportable desde el momento que me marché a Brasil. El hecho de estar saliendo con una mujer de su edad, tampoco resultaba de gran ayuda. Me pilló de sorpresa. Conversamos bastante y proyecté la cuestión, como un portero daría un puntapié a la pelota en momentos de desesperación para marcar un gol salvador. Intenté, en la distancia, ganar alguna perspectiva y objetividad, pues debía, antes de tomar cualquier actitud, resolver mi situación con Satoko.
Pipoca, no tardó en abrir el juego a familiares y amigos, provocando reacciones de profunda contrariedad, fundamentadas en mi inaprensible personalidad, lo que me convertía en blanco de calificativos con un denominador común, el anatema a mi sentido de libertad. Pasé a ser considerado como pervertido, promiscuo, inestable, drogado, homosexual, afirmaciones categóricas que no admitían respuesta y que no avalaron la firmeza de Pipoca.
Yo, mismo en otro Continente, ni con imaginación conseguía erotizar mi trato con Pipoca, pero pensé que debía de enfrentar la situación, para no dejar asuntos pendientes de resolver. Le debía eso a ella y a mí mismo. De alguna manera, encarnaba aquello que siempre había anhelado en una compañera: sentido del humor, inteligencia, admiración mutua, respeto, dedicación, consideración, afinidad educacional y placer en agradar. Pero faltaba la chispa.
Pipoca ahorró lo suficiente para pagarse el vuelo a Trancoso y así pasar conmigo la Nochevieja. Me agrada su presencia, pero, esta vez, existía una demanda de reciprocidad que no era mutua, lo que despertó diferentes variantes de frustración en ambos. Volvía así a un conflicto antiguo: el deseo y la pasión mal resueltas.
Pipoca, tal como yo cuando tenía su edad, desplegó dispositivos de protección ante el grave pecado de permitirse sentir. En ella se manifestó en forma de una somatización cutánea, como si su piel estuviera en un constante stress, por tener que soportar una presión interna, desproporcionada.
Fueron desgastantes las charlas sobre el final de un amor nunca consumado. Pero una cosa quedó clara: el firme propósito de prestar atención a mi propio deseo, por más perturbador que eso pudiese resultar para terceros. Pasé demasiado tiempo intentando complacer a los demás, como manera de huir de mí mismo. Ha llegado el momento de procurar el equilibrio y aceptarme como soy. Aceptar lo que siento y experimentarlo. Sea en Brasil o en la Cochinchina.
Sólo sé que echo de menos a Satoko, que aprovechó nuestra distancia para emanciparse, enfrentándose a todo y a todos. Se fue a vivir a un minúsculo estudio, sin ninguna de las regalías que le proporcionaban sus padres, pero feliz por conseguir ser ella misma. Feliz por conseguir ser mujer. Feliz por conseguir ser persona.
Tengo saudade de aquellos mensajes que le dejaba en su buzón de correo electrónico.
«La vida, para mí, es mejor contigo, a pesar de que no sienta tu piel. Quiero y necesito de esa piel, de escuchar tu voz, de ver cómo te levantas, de acompañarte al baño, de ayudarte a que te duches, de sentir el olor del spray de tu desodorante, de contemplar cómo elijes la ropa y observar cómo vas colocando las diferentes piezas, una a una, sobre un cuerpo que tú toleras y que yo considero lindo. El cuerpo donde me gusta recibir amor, ternura, cariño y cuyo sudor me complementa y me muestra que soy un hombre deseado por una mujer especial.
Hablo de ti, porque estás en mí. Hablo de ti porque quiero que continúes en mí. La mayor prueba de amor consiste en la libertad y en el uso que hacemos de ella y yo te quiero mujer libre. Pero, al mismo tiempo, eso me cuesta, porque te amo y el sentido de posesión, las tradiciones inculcadas y el egoísmo de tenerte están presentes. A veces, con sutileza. A veces, de forma perentoria. Pero me acompaña la sonrisa de por fin pensar en ser hombre: amigo-amante-amado-hermano-hijo-padre. Y el sentimiento de paternidad es algo que durante años estuvo ausente, o al menos oculto, incluso en mi matrimonio. Ahora no, ahora no me asusta, ahora hay un ser humano que me sirve de espejo y de desafío, el cual admiro y me complementa, con el que pienso que puedo aprender, enseñar y dimensionarme.
No dormir abrazado a ti me parece un desperdicio y dormir abrazado a alguien que no seas tú, un absurdo».



60. Aprender a perdonar

No sé cómo sería mi vida sin internet. Recuerdo cuando compré el primer ordenador me resigné a incorporar el extraño artefacto en mis labores de periodista. En la Universidad, que dejé de frecuentar en la década de los ochenta, la informática carecía de formatos de accesibilidad. Tampoco en mi juventud aproveché nada parecido a una play station. En fin, a decir verdad, ése es un lastre que arrastro hasta hoy. ¡Ya me vale con el vicio de los solitarios del portátil!
De todas las posibilidades que la red coloca a nuestra disposición, la que más aprovecho es el correo electrónico, que contrasta de forma alarmante con el funcionamiento postal en Bahía, donde las cartas driblan con soltura la previsión más pesimista. Tuve además que acostumbrarme a los molestos SPAM y procuré sistemas eficaces para combatirlos. También viré víctima de esos mensajes de paz y amor que se transmutan en perversos trabajos de vudú, cuando te atreves a quebrar la supuesta corriente. Ante tamaña invasión, raros son los anexos que abro y, más todavía, aquellos que me sorprenden de forma positiva. Guardo, no en tanto, dos. El primero muestra a Eleanor Powell y Fred Astaire, en la película Broadway Melody, de 1940, zapateando Begin the Beguine, de Cole Porter. Para muitos entendidos, el mejor número de ese género, de siempre. El baile fue filmado en una toma única. Como comenta Frank Sinatra, en la voz en off: ¡Nunca veremos algo semejante! Desde pequeño soñaba con ser bailarín, y Fred Astaire tuvo bastante que ver con eso. El otro videoclip, también es sobre danza, aunque más actual y trata sobre un tipo, Matt Harding, que baila como un patoso al son de Sweet Lullaby, de Deep Forest, en diferentes lugares del planeta. En ambos casos, el buen rollito es contagiante. Hacer el amor y bailar son las manifestaciones humanas que más nos aproximan a o divino. Matt, natural de Conneticut, tiene treinta años y, al margen de ser un alucinado de los videojuegos, adora viajar. Con sus primeras economías, comenzó a dar la vuelta al mundo, grabándose a sí mismo dando saltos de forma desarticulada, en los lugares con los que sentía afinidad. Colgó un video en la net y tuvo tanto éxito que ahora pasa gran parte de su tiempo de un lado a otro, brincando y dando conferencias. Tiene un site divertido, que al principio construyó para mantener informados a sus allegados: wherethehellismatt.com.
Curiosos son los argumentos que nos llevan a partir y a conocer realidades diferentes de las habituales; que ni siempre corresponden con las respuestas que la vida se encarga de proporcionarnos.
Matt consiguió conciliar su pasión por viajar, patrocinado por una empresa de pastillas elásticas, con su trabajo de programador de videojuegos.
Siguiendo este hilo conductor, me viene a la cabeza la biografía de Christopher McCandless, narrada en el libro Into the Wild, escrito por Jon Krakauer en 1996, que fue llevado a la pantalla por Sean Penn. Christopher, una vez terminados sus estudios en una universidad norteamericana, comenzó un viaje con el objetivo de llegar a Alaska, desapegándose de las estructuras de aparente seguridad. Donó sus ahorros a una institución benéfica, abandonó su coche al inicio del precurso y renunció a todo contacto o apoyo familiar. La historia me caló hondo, por lo radical de su decisión y porque el protagonista sólo alcanza la paz cuando percibe que va a morir y toma la decisión de perdonar. Perdonarse a sí mismo y perdonar a sus padres. Muchas vueltas tuve que dar, a mi manera, para conseguir perdonarme tanto a mí como a mi padre.
Cuando hice el Camino de Santiago, una antigua pareja de mi hermana me sugirió, estando pernoctando en su casa al principio de haber iniciado la marcha, llevarme en coche hasta la tumba de mi padre, a unos cien kilómetros de distancia de donde estábamos. Me pilló desprevenido. Él era depositario de arcaicos conflictos familiares. Al día siguiente, me fue a buscar al punto que habíamos combinado y llegamos al cementerio, una hora más tarde. Era ya de noche. Salté el muro y, aun en la oscuridad, no me resultó complicado hallar la sepultura. Me quedé meditando unos instantes y formulé el siguiente pedido: “Padre, no sé dónde te encuentras; pero si por mí causa estás retenido en algún lugar, puedes irte en paz”.
Y así me quedé yo también, en paz.



61. Ítaca en el pensamiento

João se apuntó a un programa de intercambio universitario para cursar un semestre de Empresariales en Rio. Excelente oportunidad para emanciparse del desengaño amoroso con la prima carioca y de los arquetipos lusitanos. Aprovechó ese guiño del destino y, en cuanto pudo, se organizó para hacerme una visita a Trancoso. Estábamos en la playa, cuando un tipo sonriente nos preguntó si éramos portugueses. João asintió, informándole que yo era un portugués nacido en Madrid. Comenzamos así una animada charla, que colocó las bases de una nueva amistad.
Chico es un ingeniero de sistemas que hizo algún dinero, desarrollando proyectos informáticos por Europa. Con sus economías, compró y rehabilitó algunas casas antiguas en Lisboa, que ahora alquila por temporada y, con las rentas, pasa el año dejándose llevar de un lado a otro del planeta.
Estaba desde hacía tres meses en Brasil y paró unos días en Trancoso, antes de dirigirse a Salvador.
Al principio, Chico hablaba mucho de sí mismo, de sus experiencias, de lo maravilloso que era viajar en solitario. Existía un cierto componente terapéutico en su conversación, como si el discurso con extraños consiguiese estructurar pensamientos y emociones. Daba la impresión que procuraba justificarse y hasta convencerse de que la ausencia de compromiso era la única opción sustentable para su tipo de vida. Manifestó, sin embargo, que necesitaba del contacto humano y que apreciaba hacer amistades por doquier. Mencionó también con desagrado su reciente paso por una playa desierta en João Pessoa, donde no había ni una sola alma.
Me di cuenta de que a Chico le gustaba sentirse libre, con seguridad, pudiendo ignorar adonde iba, pero teniendo claro para donde volver. Con su discurso sentí nostalgia de los meses transeúntes que precedieron a mi asentamiento trancocense, así como de la energía que me llevaba a entablar palique con todo lo que se moviese, queriendo sacar el máximo partido de cada ser humano que se cruzaba en mi deambular, estimulado por lo efímero de esos encuentros. Ahora, estoy comenzando a relacionarme con la rutina y a valorar matices que precisan de otro tipo de atención.
Chico no lleva libros en sus viajes, no obstante busca periódicos y revistas, así como atender los telediarios para entender lo que pasa en cada destino. Se mostró desconcertado cuando le aseguré que no solía leer prensa y que no había visto ningún noticiario en la televisión desde mi llegada a Brasil, al dar preferencia a las emociones que me rodeaban.
Comenté que estaba expectante ante la visita de Satoko, después de que decidiéramos reformular nuestro proyecto de vida en común. Chico no disimuló su escepticismo, ya que no profesaba mucha fe en las relaciones estables y tenía algunas reticencias sobre nuestra diferencia de edad.
João regresó a Rio la víspera de la llegada de Satoko; sin embrago, Chico todavía se quedo unos días con nosotros. Se fue generando un clima familiar y, a medida que fueron pasando las horas, Chico se fue manifestando más relajado, exponiéndose más; traspareciendo su lado más humano, en definitiva.
Sucumbió ante la alegría y la belleza de Satoko, así como ante una complicidad sustentada en la admiración mutua y el sentido del humor. Admiro a Satoko por haber sido capaz de enfrentar sus miedos, reformular sus vínculos familiares con inteligencia y amor, desprendiéndose de privilegios económicos que exigían a cambio tributos en forma de pérdidas de libertad.
Satoko y Tete, mi hermana, son pruebas irrefutables del beneficio que puede llegar a proporcionar el psicoanálisis, en personas que estén determinadas a tomar las riendas de su propio destino y tengan la suerte de dar con el interlocutor adecuado. Tete es la única persona que conozco capaz de haber derrotado al virus de la envidia, que le consumía desde la infancia.
Chico se reveló reticente y crítico frente a esa posibilidad de ayuda. Consideraba que el mismo efecto podría obtenerse a través de la conversación con amigos o, incluso, con sucesivos desconocidos, como le sucedía en sus viajes.
En realidad, uno puede hacer casi todo en solitario: una casa, un barco, cuidar la salud, resolver problemas jurídicos… No obstante, los resultados no siempre serán los mismos que al ser ejecutados por profesionales competentes. Lo mismo sucede, a pesar de los preconceptos, en el nivel emocional. Conviene distinguir, aún así, entre problemas mentales y conductuales, que hasta suelen tener conexiones, pero gozan de registros autónomos.
Ganar distancia de aquello que nos limita y poder centrar nuestras energías para desbloquear sentimientos, pienso que son dos funciones impagables de un buen terapeuta. Sobre todo, porque lo hacen sin que sea en su propio interés, por lo que se evita que sus opiniones estén sujetas a manipulaciones, que surgen inevitables entre socios del mismo negocio vital.
Satoko expuso como ese componente de exención de su psicoanalista fue determinante en su proceso de liberación y de cómo fue necesario crear un espacio higiénico para poder resolver ecuaciones trascendentales, sin que las necesidades de uno se mezclasen con las fantasías del otro.
Cada persona tiene su propio camino que recorrer, de acuerdo con sus capacidades. Y, en ese camino, es un privilegio compartir. Pero conviene tener claro lo que podemos compartir, con quien, cuando, donde y de que manera. Tarea de una vida.
Vale la pena pasear por las palabras de Kavafis:

Que siempre Ítaca esté en tu pensamiento.
Llegar allí es tu destino.
Pero nunca apresures el viaje.
Es preferible que dure años,
que seas viejo cuando alcances la isla,
rico con todo lo que habrás ganado en el camino
sin esperar que sea Ítaca la que te haga rico.
Ítaca te dio un maravilloso viaje.
Sin ella no habrías partido.
Pero ella ya no tiene más que darte.




62. Comenzar de nuevo

Nuestras vidas son entrelazadas por una concatenación de acontecimientos, provocados por actitudes. Actitudes esas que no siempre son de nuestra responsabilidad. Muchas veces, su origen parte de decisiones que tomaron por nosotros, antes de que apuntásemos indicios de libre albedrío. Los miedos, recelos e inseguridades suelen actuar cono detonantes y resultan identificables si tenemos las agallas para iniciar un trayecto regresivo, para escudriñar en el microscopio de nuestra historia. No suele apetecer. De ahí que la imaginación y los sueños disfruten cada vez de mayor protagonismo, estimulados por una sociedad de consumo, eficaz generadora de expectativas de deseos, casi siempre estériles. ¿A quién no se le ha pasado por la cabeza en alguna ocasión comenzar de nuevo? Ni siempre es fácil, aunque resulta más viable de lo que pretendemos refutar de manera brillante. Y puede no precisar de mudanzas radicales, pues talvez baste con ligeros ajustes, como un coche en sus revisiones periódicas.
La decisión de venirme a un país tropical, abençoado por Deus e bonito por natureza, como canta la célebre samba, va al encuentro de las necesidades y también de las fantasías de mucha gente. No obstante, conviene considerar que las dispersiones que nos desajustaron de nuestro eje, prescinden de encuadramientos geográficos y nos acompañarán donde vayamos, a no ser que llevemos a cabo transformaciones internas. Bien llamados cambios de actitud, rompedores de consecuencias previsibles. Lo perverso, es que esa previsión suele ir acompañada de un efecto reconfortante, de aparente seguridad.
En Trancoso, la soledad se presenta desnuda. Lo que no deja de tener su gracia, pues el nudismo está prohibido, como en todo Brasil, por cierto. Cualquier churri local sabe de la eficaz seducción provocada por una mínima marca de biquini en su bronceado cuerpo. La soledad aquí no tiene marcas.
En algún momento se establece algo parecido a la rutina, lo que acontece con diferentes grados de conciencia. El clima domina nuestro cotidiano. Es difícil resistirse a la playa en esos días en que el cielo está despejado, el sol señorea poderoso y la brisa nos trae el susurro del mar, como canto de sirenas camino de Ítaca. En las épocas de lluvia, salvo las plantas, nada está acondicionado para los persistentes diluvios, ni las casas ni las almas.
La mayoría de los habitantes de Trancoso dependen del turista en su economía de supervivencia y eso acaba por imponerse, en una especie de simpatía fraudulenta, difícil de cauterizar, a no ser que se cree una redoma que todo lo proteja. Hay quien lo consige, con empleados que resuelvan la logística, siguiendo a rajatabla ciertos códigos de prevención. Existe un aeropuerto privado en Trancoso, para avionetas y helicópteros; un campo de golf de dieciocho hoyos; un Relais&Chateaux a la orilla del mar, con un apoyo de bar impecable; playas casi desiertas, sin chiringuitos y con apenas el servicio de las casas particulares; y está el Quadrado, para los fines de tarde, con sus restaurantes y boutiques a precios europeos. Ya conocí bastantes personas que viven aquí con una limitación de movimientos rigurosa, para evitar cualquier tipo de contagio. No es mi caso.
Incluso habiendo vivido más de la mitad de mi existencia cerca del mar, nunca fui un gran frecuentador de la playa. Me resultaba penoso no conseguir bañarme en un agua que, de forma inequívoca, provocaba un choque térmico desagradable. Cuando pretendía zambullirme surgía una alerta de sacrificio que provocaba en mí una desconfianza que ha durado hasta hoy. Mantengo mi desconfianza ante la observación seductora del Atlántico. La diferencia es que ahora me sorprende de manera positiva. Aquí tengo la impresión de meterme en un líquido amniótico afable, acogedor, como si el agua estuviera esperándome para hacerme partícipe de su esencia, que estuvo antes ausente.
Trancoso equidista del Trópico y del Ecuador, lo que le permite sufrir ligeras oscilaciones térmicas durante las cuatro estaciones del año. Sólo en algunas noches de julio dan ganas de ponerse un jersey de manga larga. Hasta hay un italiano que todavía no he visto con una camiseta encima, pues pasa el día entero en tanga.
Cuando llegué, la primera vez, sentí que necesitaba dar la vuelta a la tortilla y reformular aspectos de mi vida. Pasada ya la fase de euforia inicial, de disfrutar a tope y de dejar de ser, asumidamente o no, centro de algunas atenciones, no quedaba mucha alternativa: o se cede a una pasividad inhibidora de consciencia o se entra en un proceso de desintoxicación anímica, mental y corporal.
Como decía el príncipe Salina en El Gatopardo: es necesario que algo cambie para que pueda quedarse todo igual. Sin embargo, si lo que pretendemos es que las cosas no continúen iguales, debemos colocar soluciones en los problemas diagnosticados, por lo que la crisis devendrá inevitable. Es fundamental conferir lo que puede rehacerse, sin dejar de analizar y determinar el punto a partir del cual podremos reconstruir nuestra vida, no para alterar el pasado, sino para intentar encaminarnos a un futuro coherente, a partir de un presente que tenga que ver con nuestras prioridades
La atenta soledad, me vino a rescatar de la frivolidad de la dispersión.
Algunas veces, junto con el coraje para avanzar, es preciso humildad para saber retroceder. Escribir y leer, en ese sentido, se revelaron aliados inestimables.
En este proceso, estoy aprendiendo a transitar del plano de la imaginación, al de la realidad. ¡Ojala lo consiga!






A mi abuelo, ese otro Alfredo Hervías
Fusilado en Badajoz, 1942
In memoriam


No deseo más competición en el amor,
ni ser constante objeto de concurso,
esclavo de caricias que perfilan parámetros
de líneas presentes e invisibles,
mecanismos mensurables de palabras
que comienzan por más que,
o algo así como menor que,
que proyectan registros de sentimientos de culpa,
independientes del resultado del veredicto.
No desisto de la posibilidad de entrega
sin que eso suponga un suicidio
o, peor todavía,
una rúbrica de la propia sentencia,
de una muerte anunciada y sin juicio.
Como mi abuelo,
ese otro Alfredo Hervías,
fusilado por pensar
y no querer huir.
Al menos, supo
la fecha de su ejecución,
de hecho, sin juicio,
preparando, así, su entrada
en ese más allá
que pregonaban
los que apretaron el gatillo,
por no aceptar la diferencia,
imagínate,
de recusar a la renuncia
de querer ser
ese otro Alfredo Hervías.

Sao Paulo, a cinco de diciembre de 2007